Por Marco Lara Klahr
El decrépito ancien régime
de la prensa no entiende, y me pregunto si con sus esquemas mentales
decimonónicos algún día lo hará o serán necesarios varios recambios
generacionales para que ―digamos, hacia el año 2050― el grueso de los
periodistas ejerza su profesión convencido del debido proceso como precondición del Estado democrático de derecho.
La
iracundia manifestada desde la industria de las noticias tras el amparo
que la Corte concedió a Florence Cassez y su posterior liberación [enero
23, 2013] exhibe otra vez agudos síntomas de chochez: «¡Yo no creo en
eso del debido proceso!» «¡Nada más porque disque su derecho al debido
proceso!» «¡Ahora resulta que le violaron su presunción de inocencia a
esa secuestradora!».
En tal sentido, la pieza periodística más significativa es la entrevista de Yuriria Sierra con la ministra Olga Sánchez Cordero
[«Hora capital», Reporte 98.5, enero 23]. Expresiones como esta, que
precarizan la cultura de legalidad desde el poder mediático y legitiman a
violadores de derechos, denotan ausencia de sentido común y
desconocimiento de la Constitución. Equivalen a ideas autoexculpatorias
de policías como la de que «nomás le dimos su calentada» cuando una
persona los denuncia por haberla torturado.
El Artículo 20 constitucional
contiene las claves para comprender el proceder de la Corte al
establecer los derechos procesales de las víctimas y los imputados de
delito, comenzando por este «principio general»: «El proceso penal
tendrá por objeto el esclarecimiento de los hechos, proteger al
inocente, procurar que el culpable no quede impune y que los daños
causados por el delito se reparen».
Para efectos procesales, si un taxista,
un académico, un policía, un gobernador, yo o cualquier otro periodista
creemos que alguien ―en este caso, Florence Cassez― es culpable o
inocente no tiene relevancia, por más enfática y estruendosamente que lo
expresemos desde nuestro derruido púlpito mediático.
Lo esencial para que se materialice el
derecho a la Justicia es que la víctima pueda denunciar y el Estado la
proteja de manera integral, asegurándose de que se le resarza el daño y
que quien la afectó reciba el justo castigo; y que la persona acusada
reivindique sus legítimos intereses en condiciones de legalidad, equidad
y dignidad, eximiéndosele de responsabilidad si no es posible probar su
culpabilidad plenamente o, por el contrario, castigándola con justeza.
Al conceder el amparo, la Corte no se
pronunció acerca de si Cassez es inocente o culpable de cometer
secuestro, sencillamente porque la litis era acerca de los
vicios del proceso penal que condujeron a una sentencia condenatoria; la
Corte resolvió que la sucesión de violaciones a los derechos humanos y
al procedimiento invalidaban el proceso y la correspondiente sentencia.
O sea, ¿cómo podían las víctimas de la
banda de secuestradores a la que supuestamente pertenecía Cassez tener
la certeza de su culpabilidad si el Estado actuó de manera ilegal y
arbitraria? ¿Cómo esas víctimas podían recibir justicia plena si el
sistema penal fue incapaz de demostrar que estaba castigando a quien
debía? Si alguien denuncia por la vía penal a uno de los vociferantes
miembros de l´ancien régime de la prensa, ¿basta para que el denunciado sea culpable y, en consecuencia, un delincuente?
Se esgrimen, por otra parte, clichés que
no hacen más que reforzar la idea de que los mexicanos tenemos ciertas
torceduras perennes: «Estamos en México, aquí nunca se ha respetado ni
se respetará la ley»; «En México los jueces son corruptos», o «Pero,
bueno, qué se esperaba con el caso de Florence Cassez, si es México».
En todos los países hay ciudadanos que
violan la ley y jueces corruptos, y el Estado comete injusticias. Y si
afirmamos que los ministros de la Corte actuaron con venalidad, ¿por qué
no echamos mano del periodismo de investigación para fiscalizarlos y
demostrarlo? «Ah, no ―se arguye― es que estamos en México y acá no te
dan información». Y es así como seguimos despeñándonos como periodistas
―dejando de lado, además, que justo en este caso la ineptitud y mala fe
de la policía y el ministerio público pudieron producir la liberación de
una mujer que quizá haya secuestrado.
El comportamiento predominante de l´ancien régime
de la prensa ante el desenlace de este caso nos revela de nuevo el
estupendo desafío histórico que tenemos de construir desde la base un
periodismo socialmente útil, cuya fuerza nazca de esta arenga
inspiradora de Stéphane Hessel [¡Indígnate!, 2011]: «Si se encuentran con alguien que no se beneficia de [los derechos], compadézcanlo y ayúdenlo a conquistarlos».
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