A los 8 soldaditos
Por Jesús Rito García
“-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente
traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no
me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de
Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida... Fui a ese lugar con mis
ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá...
Está bien. Me parece recordar el principio.”
Hace algunos años, en un viejo mapa de Oaxaca descubrí que en la
sierra norte había un pueblo llamado Luvina. Lo primero que se me vino a
la mente fue el cuento de Juan Rulfo. Y no pasó por alto, ya que
siempre me quedé con la idea de conocerlo, fuera o no, el pueblo que
Rulfo retrató con la lente de su cámara, y principalmente con sus
palabras.
Tiempo después, en una charla de amigos, les comenté el hallazgo de
Luvina y dije que iría. Algunos de ellos se unieron a la expedición que
no tenía un destino bien definido, pero imaginábamos que podía pasar
algo interesante.
”Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una
probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que
aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a
meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto
se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará.”
Abordamos un taxi-colectivo para ir a San Pablo Guelatao, era la
primera parte del recorrido, ya que allí, en la laguna encantada nos
encontraríamos con otros amigos que vendrían en auto. Pero mientras
íbamos en camino, viendo las exuberantes montañas de la sierra norte
oaxaqueña; preguntamos al taxista cómo podíamos llegar a Luvina. Y
entonces nos respondió con sorpresa, -¿y a qué van allá? –Allá no hay
nada.
No supimos qué responder, sólo nos quedamos mirando unos a otros,
con una sonrisa de complicidad, porque sabíamos que íbamos por buen
camino.
En Ixtlán de Juárez ya éramos el grupo de los “8
soldaditos”, este mote surgió porque decidimos guiarnos por el libro de
El llano en llamas y lo abrimos con la idea que marcara nuestro destino
próximo. En aquel momento, de una página tomada al azar, la primera
línea que surgió fue: “encontraron ocho soldados”, luego entonces,
sabíamos que era una premonición, nosotros éramos ochos y nuestro
destino era la Cuesta de la Piedra Cruda.
Allí en Ixtlán preguntamos cómo podíamos llegar a Luvina. Queríamos
saber si estaba cerca o ya andábamos perdidos. Nuestra pregunta causó
extrañeza a los lugareños, y una señora nos dijo: ¿A qué van allá? Allá
no hay nada. –Y si pueden, coman algo antes, compren víveres, porque
allá en Luvina no hay dónde comer.
“-¿Dónde está la fonda?
“-No hay ninguna fonda.
“-¿Y el mesón?
“-No hay ningún mesón
“-¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.
“-Sí,
allí enfrente... unas mujeres... Las sigo viendo. Mira, allí tras las
rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran... Han estado
asomándose para acá... Míralas. Veo las bolas brillantes de sus ojos...
Pero no tienen qué darnos de comer.”
Llegamos a San Pablo Macuiltianguis, era de noche y
aún no sabíamos nada de Luvina; nos acercamos a una casa donde había
muchas personas; era un velorio. Preguntamos dónde podíamos hospedarnos o
cómo seguir nuestro camino a Luvina; pero nos dijeron que aún estaba
lejos y que era mejor quedarnos a descansar allí. Pernoctamos en unas
cabañas en medio del bosque, con la chimenea encendida pensando en qué
nos deparaba el destino. Yo había comprado una veladora que tenía la
leyenda “Lux perpetua” la cual coloqué junto al libro de Rulfo.
Emprendimos
el viaje después del mediodía, antes conocimos a don Rolando quien nos
llevó a conocer unas pinturas rupestres, orgullo de los pobladores de
Macuiltianguis.
Ya
después, tomamos el camino hacia San Juan Luvina; antes, compramos unas
cervezas, sabíamos que allá no encontraríamos nada. Quizá sólo el mezcal
que hacen de la yerba llamada hojasé y que después estaríamos dando
“volteretas como si lo chacamotearan”. Por eso compramos nuestras
cervezas, bajo la advertencia del maestro rural que dialoga con el
lector en el cuento de Rulfo.
Iniciamos
con la lectura en voz alta del cuento, tratando de hacer un homenaje,
cada uno de “los 8 soldaditos” leímos una parte. Ya en el trayecto, por
el camino de terracería, la camioneta en la que íbamos se atascó en un
puente en construcción y tuvimos que empujar hasta que logramos sacarla.
Pensamos que ahí se acabaría nuestra aventura literaria, pero la suerte
ya estaba echada.
“Bueno,
le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que
nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto
nos puso en el suelo, se dio media vuelta:
“-Yo me vuelvo -nos dijo.
“Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.
“-Aquí se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.
“Y
se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus
caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.”
Un
campesino que iba de regreso a Luvina nos pidió un aventón. Hombre
recio, con machete en mano y morral al hombro. Nos comentó que las
cosechas eran muy malas, pero que no había de otra, que la tierra y las
lluvias no eran constantes. Que había que seguir en la faena. También
nos dijo que hay otra Luvina, la vieja, que fue abandonada por sus
pobladores. Le preguntamos cómo podíamos llegar y nos dijo que tenía que
ser a pie, aún estaba lejos, -atrás de aquellas montañas.
"...Sí
llueve poco. Tampoco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar
reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa
cosa que allí llama 'pasojos de agua', que no son sino terrones
endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al
caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas.
Como si así fuera."
Llegamos
a Luvina y lo primero que encontramos fue el edificio de la agencia
municipal que decía: San Juan Luvina. no lo sabíamos, pero era verdad
que en algún lugar del mundo existía la Luvina de Rulfo, y que ese lugar
estaba en Oaxaca.
Rulfo
conoció muy bien la sierra norte mientras trabajaba para el Instituto
Nacional Indigenista. Sus fotos demuestran el interés que tenía por el
mundo indígena, además de los diferentes cuentos donde lo retrata de
igual manera.
La
parte final del cuento lo leímos en la plaza, que también es un mirador
impresionante que da a la enorme cañada que termina precisamente en
Luvina.
Allí, lo primero que sentimos fueron las ráfagas de viento.
"Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero
yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá
abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo."
-¿"No oyen ese viento?- Les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.
"Dura
lo que debe de durar. Es el mandato de Dios me contestaron. Malo cuando
deja de hacer aire. Cuando eso sucede ,el sol se arrima mucho a Luvina y
nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire
hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor."
Caminamos un poco por el pueblo, no sé por qué no hablamos con nadie, sólo unas señoras a lo lejos nos observaban.
Fuimos
a la pequeña iglesia, que no era aquel jacalón vacío, sino más bien una
iglesía pintada de colores bastante llamativos, desde allí vimos el
atardecer, después, unas nubes grises amenzaban con caer en cualquier
momento. Pero no pasó nada.
Bebimos
las cervezas calientes, que en verdad sabían como a meados de burro.
Entonces, en la plaza, antes de marcharnos, vimos a un hombre que nos
miraba y se reía, nosotros pensamos que era Macario, otro personaje más
del libro El llano en llamas. No hablamos tampoco con él, sólo nos
observaba. Después, uno de mis compañeros le regaló la última cerveza;
él, muy contento la tomó y se echó a correr camino abajo, quizá por
temor a que lo vieran.
"Pues sí, como le estaba yo diciendo...
Pero
no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los
comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.
Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El
chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya
muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se
asomaban las estrellas.
El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.
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