jueves, 4 de octubre de 2012

Un nuevo loco en mi calle



Por Blanca Padilla*

Habían pasado casi cinco años desde que me fui de Oaxaca. Hice mis estudios en la ciudad de México y solo volvía esporádicamente a mi tierra, hasta que me decidí a dejar definitivamente la gran urbe de asfalto y esmog. Estoy hablando del ya lejano año 2000.

Para quienes se quedaron en mi ciudad los cambios fueron imperceptibles seguramente, pero para mí, ese barrio en el que había crecido ya no era el mismo. Hasta el loco que ahora deambulaba por mi calle era nuevo. Yo al menos no lo conocía. Pero desde que llegué me lo topaba un día sí y otro también cuando me dirigía, a eso de las ocho de la mañana, a mi recién adquirido empleo. Él siempre iba en dirección contraria a la mía. Yo hacia el zócalo y él hacia el norte.

Mi calle es García Vigil, en el mero centro de Oaxaca. Esa calle donde están la iglesia de El Carmen Alto y “Los arquitos”, bueno, lo que queda del acueducto que surtía de agua a la otrora pequeñísima ciudad de Oaxaca. Por ahí donde el reconocido pintor y grabador Francisco Toledo tiene una casa llamada El Pochote.


Esto último me lo dijeron hace poco. Yo solo conocía a Toledo de oídas, pero hasta entonces me enteré que había llegado a vivir ahí, yo lo imaginaba en Juchitán. Siempre pensé que vivía en esa ciudad istmeña, como de ahí es.

Pues sí que hubo cambios en esta calle mía, pensaba al ver a este nuevo indigente, mientras recordaba a otros loquitos, famosos entre los vecinos por sus manías: El Huelegasolinas, El Cuentapasaos y El Rambo.

¡Ay!, El Rambo sí daba miedo a veces. Cuando uno menos se lo esperaba, se volteaba y apuntaba con la metralleta que creía traer entre las manos.

Lo bueno es que este loquito parecía inofensivo. Solo lo veía caminar, siempre caminar con paso ligero, el pecho erguido y la vista al frente: unos ojillos brillantes de mirada inocente al fondo de unos párpados oscuros. 

La velocidad de sus largas y delgadas piernas provocaba que su blanco y ondulado cabello, largo casi hasta los hombros, flotara siempre en dirección contraria a la de su marcha. Esa velocidad le imprimía fuerza. Era un espectáculo verlo. Su delgadez lo hacía más alto de lo que es, todo él parecía volar en vez de caminar. Y encima, su ropa blanca contrastando con su tez morena. Blanco el pantalón y blanca la camisa, todo de manta. 

Completaban el cuadro sus huaraches  “Pie de gallo”, con los que aligeraba aún más su andar. “Ha de ser indito”, me decía yo y me preguntaba qué manía podía tener. Hasta les pregunté a mis vecinos cómo le decían al nuevo loco, pero nadie parecía haberlo visto.

Seguí con mis dudas hasta que un día, acompañada de una amiga, fui al Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, institución alojada en otra casa de Toledo ubicada sobre el andador turístico Macedonio Alcalá, frente al templo de Santo Domingo. Parece que al pintor le dio por comprarse casas en el centro de Oaxaca y dedicarlas a la cultura, para regocijo de propios y extraños.

El caso es que ahí estaba el loco aquel y entonces vi la oportunidad para quitarme todas mis dudas. Pero justo cuando iba a decirle a mi amiga que ese era el loco que yo veía casi a diario caminar por mi calle… Ella, muy emocionada, casi me arrastró hacía él diciéndome: ¡Ven!, ¡mira!, ¡Ahí está el maestro Francisco Toledo!, te lo voy a presentar.


*Anécdota narrada por la mediadora de Salas de Lectura Alejandra Martínez Guzmán, durante el primer módulo del Diplomado para la Profesionalización de Mediadores de Salas de Lectura, septiembre 2011, Oaxaca, Oax.

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