martes, 17 de enero de 2012

Lunes

David Lecona*

Mañana

Se detuvo unos segundos antes de asomar el cuerpo por el zaguán. Miró a un lado y a otro, la calle estaba desierta así que se animó a salir. Los tacones de sus zapatillas resonaron por la banqueta. Caminaba esquivando los charcos que la lluvia de la noche anterior había dejado.

Cuando se alejó lo suficiente, como para comenzar a sentir alivio, escuchó una ronca voz. Quihubo princesa. Era el Boby, sonreía sarcástico arrojando un aro de humo por la boca. En la mano izquierda blandía un cigarrillo de marihuana. Con el dedo índice señaló las zapatillas, rojas y lustrosas. Y esas pantuflas, a poco ya te vas a la cama golfilla. Lo barrió con la mirada y siguió caminando. Había decidido que ese día nada, ni nadie le haría perder los estribos.
Llegó a la parada del microbús y mientras esperaba miró algunos periódicos en el puesto de revistas. La guerra en Irak continuaba. El rostro adusto de un árabe portando un kalashnikov encabezaba las ocho columnas de un diario. La piel morena -herencia del sol quemante del desierto-, las barbas luengas y crespas, los ojos amenazantes. A mí desde luego que me ejecutaban en la plaza pública, pensó, recordando a los talibanes de Afganistán. Un escalofrío recorrió su espalda. El claxon del microbús – la melodía de la película “El Padrino” – se escuchó a lo lejos. Subió y se acomodó en uno de los asientos traseros. Una pareja de novios miró de reojo, luego murmuraron. No le importó, sacó de su bolso un cuaderno de notas y extrajo una postal con la imagen de la quebrada de Acapulco. Leyó el dorso.

Querido José:
 Estoy finalmente en la ciudad, no sabes cuantas ganas tenía de estar de nuevo en casa, he decidido que no vale la pena seguir ocultando lo que siento, tarde o temprano lo sabrá todo el mundo, no importa cuán lejos esté. En fin, te mando saludos y besos, con mucho amor como siempre.
                                                                                           Lupe 

Lanzó un suspiró y reflexionó si no habría exagerado al escribir lo último. Una violenta sacudida terminó con sus cavilaciones. Una mentada de madre y un “fíjate güey” hicieron que volviera a la tierra. El chofer del microbús subió el volumen del radio. Los acordes de la cumbia de moda “La negra sabrosa” hicieron retumbar los vidrios del vehículo. Se levantó y tocó el timbre cuando el micro paró frente al metro La Villa. En el camellón una peregrinación se desbordaba. Venían de Michoacán, una manta lo anunciaba. En la vanguardia del grupo arreciaba el estruendo de tambores y trompetas que una orquesta imponía sobre el trajín urbano. Reparó en los rostros indígenas de los peregrinos, raídos los pantalones, sucias las camisetas, los paliacates sudorosos. Habían caminado horas o quizás días en pos de algún favor de la guadalupana. Los puestos desperdigados en la explanada de la Basílica de Guadalupe ofrecían figuras de santos, crucifijos, inciensos, escapularios, rosarios y todo tipo de imágenes religiosas. Se abrió paso entre el gentío y observó la Basílica Antigua: caía sobre uno de sus flancos, recelosa, abatida por el paso de los años. Una leve inclinación mostraba su deterioro, su constante hundimiento. A un lado, imponente, moderna, la Basílica Nueva se alzaba verde y majestuosa.

Mediodía

A las doce en punto las campanas de la Basílica Nueva retumbaron por todo lo alto. Observó las palomas volar, parvadas escapaban del poderoso repique de campanas, dejando tras de sí los restos de pan que turistas y peregrinos arrojaban. Se inclinó frente a una de las puertas de entrada, se persignó y rezó en voz baja un ave maría y un padre nuestro. Respiró hondo y caminó en dirección al atrio. Encontró una banca vacía justo frente a la imagen de la Virgen. Se sentó y advirtió la presencia de unos peregrinos a su lado. Miraban sin disimulo, la intriga en sus ojos, murmuraban en lengua indígena, parecían asustados. Comprendió qué los perturbaba. Con un movimiento rápido de manos acomodó el sujetador volviéndolo a su posición original. Los colores se le subieron al rostro y decidió cambiar de sitio. Dios, qué vergüenza, se dijo, plantándose en una esquina del ancho pasillo que comunicaba los accesos interiores del enorme edificio. Sintió hambre, más un repentino sentimiento de culpa sobrevino. Debo mantener la forma, conservar la línea para José. Caminó al altar y se hincó. Rezó un padre nuestro y después con voz apenas audible dijo: querida virgencita, he venido a pedir tu favor. Quiero que sepas que dejaré de ocultar lo que siento. Sé que tú me entiendes, eres la única que puede juzgarme. Nadie más. He llorado mucho,  he pasado días terribles, sin embargo ahora me he armado  de valor y  soportaré lo que venga. Gracias virgencita. Tras esto se dirigió a uno de los confesionarios. La fila de pecadores esperando era vasta pero no se desanimó y decidió esperar su turno. Una hora pasó antes de que pudiera obtener la confesión. Luego, salió de la Basílica con lágrimas en los ojos, triste, con la humillación sobre su espalda.

Tarde

Tomó un microbús para volver a casa pero apenas avanzadas unas cuadras decidió bajarse. El maquillaje -disuelto por el llanto- cubría su rostro. Trataba de controlarse, no obstante el recuerdo del sacerdote y sus recriminaciones en el confesionario lo hacía imposible. Pero es que no te das cuenta, eres una persona enferma. Viniendo aquí solamente haces más grande tu pecado. Es una falta de respeto que aparezcas en estas fachas, eres una vergüenza para ti y los que te quieren.

Caminaba arrastrando los pies, mirando el suelo. Frente a una casa de ventanas rojas un perro se le acercó moviendo la cola. El hambre que asomaba en sus ojos le dio fuerzas para sacar un pañuelo del que extrajo una galleta y se la arrojó. En su cara una sonrisa tímida parecía nacer. El pecado de la lujuria es grave, entiende, tu alma se perderá si no te arrepientes, volvió a recordar.

Apretó el bolso contra su pecho, la aflicción transformada en pucheros cortaba su respiración. Recordó aquel día de reyes magos en el que la emoción le había provocado una euforia traicionera. Había abierto los regalos sin esperar el permiso de papá. El respondió con una tunda de cinturonazos por haber cogido las muñecas de Citlali, su hermana menor. Desde entonces el karate había sido la actividad elegida como remedio. Al fallar esta opción habían decidido su incorporación a un equipo de fútbol. Todo en vano, no obstante.

Se detuvo frente a una gran tienda de Peralvillo, miró por un rato la linda ropa que ahí exhibían y lentamente se encaminó  a casa. El Barrio Bravo nacía en el Eje 2, con su interminable trajín de motos, autos y griterío humano.

Pasó de largo por uno de los callejones de la calle Soledad. El recuerdo ingrato de su primera experiencia sexual le llegó de pronto. Había sido en su cumpleaños número quince. El “Floro” había sido el culpable. Llegó a la azotea de un edificio vecino mediante un engaño, la promesa de un regalo. Tras once años de aquello aun podía sentir la respiración jadeante del “Floro” enchinándole la piel de cuello y espalda. Nadie se había enterado, o al menos eso creía. La gente desde aquél día había comenzado a portarse de forma extraña.

Al “Floro” lo habían matado diez meses después en un ajuste de cuentas entre bandas. Sucesos como ese eran moneda corriente en el barrio. Tiempo después se había enamorado de uno de sus vecinos apodado “el gato”. Pero cuando éste se dio cuenta de quién era la persona que le mandaba las cartas secretas se indignó tanto que juró que un día le daría muerte. Para su fortuna esto jamás sucedería debido a la intervención oportuna de otra banda.

Noche

Regresó a casa. Quiso bañarse antes de dormir. Se desvistió poco a poco, con parsimonia que denotaba tristeza. Sin ropa, frente al espejo, miró el objeto de su ruina, abominable, maldito entre sus piernas. Fue entonces que lo pensó de pronto, como en un sueño.

Preparó la bañera y de una gaveta de la cocina tomó las pastillas que solía tomar para dominar el insomnio, se las había recomendado hacía unos meses Leticia, su vecina. A diferencia de todos en el barrio, Leticia siempre había sido benévola y generosa con aquéllos huérfanos de afecto. Contó una docena y media de pastillas y las tomó con un vaso de agua. Al paso de los minutos comenzaron a hacer efecto, su cuerpo se tornaba lento y pesado. Un sabor amargo le invadió boca y garganta. Tomó unas tijeras de costura y se tendió en la bañera, el agua tibia relajaba aun más su cuerpo. Lloró en silencio, las lágrimas le cruzaban las mejillas. Había deseado ser alguien diferente, pero la vida era solamente una, inextricable, dura e incomprensible. Tomó un poco de mezcal de la botella que Leticia había traído de su última visita a Oaxaca y apuró de un trago un tercio de la botella. Las manos le temblaban, pero la certeza de lo inevitable le confortó. Hasta nunca Lupe.

Leticia se abrió paso entre la gente. Una ambulancia enloquecía con su sirena a los vecinos que chismosos trataban de observar por encima de los hombros de los reunidos allí. Leticia buscó entre los curiosos a Luis, o Lupe como gustaba que le llamaran. Los socorristas salieron cargando una camilla, Leticia logró acercarse lo suficiente para mirar a quien llevaban. Es un joven, se cercenó el pene en la bañera, lamentablemente murió desangrado. Cuando Leticia escuchó al paramédico sintió que su garganta se cerraba, estuvo por un momento a punto de desmayarse. Rompió en llanto y se alejó de la multitud. Se acercó a casa de Luis, un cuarto con baño y una vieja cocina. La policía examinaba el lugar. Pudo entrar unos minutos. En la cama, doblados religiosamente, estaban el vestido y la blusa que Luis le había pedido prestados el día lunes. 

*Literato, profesor de idiomas y Trotamundos,

1 comentario:

  1. Que interesante, ademas que la narrativa es amena. Me gusto como describes meticulosamente el contorno a la historia y al personaje; siempre he sabido que hay mucho talento y espero ver impreso en un libro tan interesantes historias.

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