domingo, 23 de diciembre de 2012

La ventana


Por Blanca Padilla
Tres años habían pasado ya, desde su llegada a esa ciudad. Tres años de habitar sucias calles; de ver, sólo desde fuera, hogares iluminados. 
Andaba casi descalza y apenas abrigada. Ignoraba cuánto tiempo había pasado ya. No hubiera podido decir dónde estaba o qué hacía. De dónde venía, a dónde iba. 

Esa tarde había caminado lentamente hasta ese enorme y descuidado parque que se extendía en medio de dos grandes avenidas. Se sentó, como lo hacía todas las tardes, en la misma banca de cemento pintarrajeada aquí y allá con las más inopinadas frases.

Largo rato estuvo contemplando cómo el viento arrancaba  las últimas hojas de los árboles  y como las arrastraba entre el follaje para dejarlas caer, lentamente, sobre el pasto. “El otoño...” pensó, dejando escapar de sus labios resecos apenas un murmullo.


Durante esos años ya se había acostumbrado a esa rutina: la comida en la casa de asistencia, cuando había suerte; luego, su diario deambular por las calles aledañas y las tardes enteras en aquel parque. También se habitúo al estruendo precipitado e intermitente de miles de autos, a la suciedad, a la humedad, al frío.
***

Ese frío le hacía recordar aquella noche en la que se le habían subido las copas y bailó y cantó sin  timidez. Al amanecer había salido de la cama como impulsada por una urgencia inaplazable de alejarse de esa respiración satisfecha y apenas perceptible que se hallaba a su lado. Se había dirigido a la ventana y había descorrido las cortinas. Lloviznaba, y la brisa se filtraba por los bordes de la ventana. La calle estaba vacía,  hundida en una penumbra gris aún. Todo en calma, pero cierta angustia le oprimía el pecho, dificultando su respiración.

Largo rato permaneció junto a la ventana viendo la calle desierta, absorta, distraída, hasta que por su mente cruzaron fugazmente esos acordes de guitarra y aquella canción: “Sobre papel/ declaro que te extraño cada amanecer/ que un beso tuyo vale más que mil de otra mujer/ haré que sepas de algún modo que te quiero/ por si no te vuelvo a ver...”  
Su boca balbuceó casi imperceptiblemente esas palabras y el vidrio de la ventana se empañó con su aliento cálido. 


Enseguida había atravesado la sala para llegar hasta la recámara de su hijo, lo había mirado dormir, se había sentado en el borde de la cama y luego, agitada, había vuelto...

Los dos hombres rodaban en furiosa lucha por el piso. Después, un silencioso instante y su cuerpo fue lanzado brutalmente contra la pared. Una y otra vez intentó incorporarse, sin conseguirlo. Desnuda, trastabillante, finalmente había quedado tendida. 

No supo cuánto tiempo había pasado, qué más había pasado. Despertó ahí, tirada, junto a un árbol, en una calle solitaria. El frío la hizo incorporarse lentamente y, apoyando la cabeza sobre las rodillas, abrigándose el pecho con las manos alargadas y trémulas se había abandonado a la sensación de vacío que dominaba su interior. Su sangre y sus lágrimas silenciosas le resbalaban por los senos y por las piernas hasta el pubis. No quiso recordar nada más.

***

“El otoño...”, volvió a pensar, mientras el frío viento penetraba su cuerpo. A lo largo de esos años lo único que recordaba con mayor nitidez era a su hijo, un ser que ahora le era lejano, ajeno. Y la esperanza, la esperanza que al principio solía renacer a cada instante, la esperanza de volverlo a ver, ya le parecía algo totalmente infundado.
 
Un acceso de tos invadió sus pensamientos y la hizo arrojar flemas sanguinolentas. Se puso de pie y comenzó a caminar pesadamente, sin rumbo definido entre los árboles. En sus oídos volvieron a resonar como siempre, desde ese día, risas lejanas, conversaciones informes, plagadas de palabras obscenas, imprecaciones, gritos, gemidos. 

Caminó lentamente hacia un claro solitario donde se tendió y de manera instintiva se llevó las manos cruzadas al pecho, como si tratara de cubrir sus senos desnudos. Muchas veces se tendía así para pensar en su esperanza  que poco a poco se había ido muriendo. Pero ese día ahí, sobre el pasto húmedo, con el cuerpo apenas cubierto, como aquella noche, contemplaba fijamente el cielo de la tarde, un cielo gris y sin sentido como aquella violencia sin razón de alguien que nunca la quiso, pero tampoco dejaba que alguien más tomara un lugar que  nunca le importó.

***

Esa noche  había vencido aquel miedo irracional que la ataba. Unas palabras tiernas y esa canción, cantada sólo para ella, quebrantaron su resistencia.

***

Un escalofrío la recorrió y una opresión indescriptible le produjo la súbita revelación del rompimiento. Todo en un instante le fue ajeno. Solo tuvo consciencia de su cuerpo abatido, inservible, tirado sobre la hierba como aquellas hojas caídas del otoño.


Trató de pensar en otra cosa, pero no pudo. Su mirada quedó fija en su propio cuerpo inerte y sus pensamientos en esa ventana. En sus oídos siguieron resonando esa guitarra y  los versos de aquella canción: “Sobre papel,/ declaro que te extraño cada amanecer,/ que un beso tuyo vale más que mil de otra mujer,/ haré que sepas de algún modo que te quiero,/ por si no te vuelvo a ver...” 



Mi eterna gratitud para Salvador Elizondo y Alejandro Santiago por sus aportaciones para este cuento. Con todo el cariño mío para AGC.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Todos los comentarios son bienvenidos, pero por favor no utilice palabras soeces. Cualquier mensaje que contenga una palabra soez será bloqueado. Nos reservamos el derecho de retirar cualquier comentario que incluya palabrotas, excepto cuando sean usadas como interjecciones.