viernes, 19 de enero de 2024

DEL RONRONEO DE ANTEQUERA A LOS ALTOS DECIBELES DE OAXACA*

Sonidos de Oaxaca

Blanca Padilla

Para hablar de los sonidos de Oaxaca, quizá el mejor lugar para iniciar sea la otrora estación del ferrocarril. El lugar más ruidoso y concurrido de la ciudad en la primera mitad del siglo pasado. Se ubica al norte, rumbo a la ciudad de México, y hasta ahí llegaba Oaxaca por ese tiempo. Ahora calla, fue silenciada definitivamente en 2003. Ya no pasan los trenes por ahí.

Convertido en museo, actualmente este lugar sólo recibe de vez en cuando a algunos visitantes: niños llevados por sus maestros o a nostálgicos que aún añoran transportarse por vía férrea.

Todo cambió

Primero fue el tren de vapor, tenían que ir los fogoneros echando más y más leña al fuego que crepitaba mientras las calderas hervían y expulsaban el vapor que movía al tren. Luego comenzaron los trabajos para ampliar las vías y entonces llegó el nuevo ferrocarril de vía ancha, en 1952, cuenta el señor Rafael Sánchez, portero de la estación del ferrocarril de la ciudad de Oaxaca por 45 años.

Había gran alboroto en la estación en aquellos tiempos. Las campanadas de salida y el constante ir y venir de personas con su equipaje que, casi siempre, incluía gallinas, guajolotes y hasta chivos. Se escuchaban muchas voces en español y en algunos idiomas indígenas y extranjeros. Lloraban niños, la gente se gritaba palabras de despedida, se insultaban, preguntaban sobre las salidas o llegadas, checaban sus boletos.

Además, dos o tres veces al día se dejaba escuchar el silbido de los trenes y el ruido de las locomotoras o el silbato del portero.

La modernidad silenció los ecos del pasado

En las calles aledañas a la estación del ferrocarril se escucha actualmente el rechinar de carrocerías en los baches y los golpes secos cuando algún despistado se pasa un tope; el murmullo de las voces de los cientos de transeúntes y uno que otro ulular de patrullas. No faltan los gritos de los ayudantes o cacharpos de microbuseros anunciando su itinerario; aceleradores que rugen, el chirriar de llantas durante enfrenadas repentinas y el resoplido de los frenos de aire.

En la explanada de la iglesia del Ex marquesado, sólo si se pone mucha atención, puede escucharse débilmente el murmullo de las hojas de los laureles movidas por un viento suave que también provoca vibraciones en los adornos de nailon que, a manera de papel picado, fueron colocados con motivo de alguna fiesta.

Ahora el ruido es constante, dice la señora Cleotilde, no deja escuchar sonidos agradables, los cantos de los pájaros se perciben muy débiles, muy apagados.

Aún hay panaderos y otros vendedores que pregonan sus productos, pero tanto ruido distorsiona su voz. En el ambiente, dominan los altos decibeles de la música pirata que hacen sonar los vendedores para promover este producto. Caminando por Calzada Madero, a ratos se alcanza a escuchar el taconeo de las mujeres sobre el concreto. También nos llega a los oídos el silbido del vapor que escapa de alguna tintorería, el ruido de compresoras y otras herramientas usadas en algunos talleres automotrices.

En el zócalo dos días a la semana, miércoles y domingo, se escucha a la banda de música del Estado. En cambio, a diario se oye el clamor de indigentes pidiendo limosna y los acordes de guitarras, violines o acordeones de músicos líricos que piden dinero en las calles. Gran cantidad de habitantes que hablan en distintos idiomas, indígenas y extranjeros.

En cambio, la Verde Antequera, a principios del siglo XX, era una ciudad pequeña y tranquila. El ki ki ri quí de los gallos despertaba a los habitantes, sin falta, a las cinco de la mañana. Luego daba inicio el cacareo de algunas gallinas despabilándose y el nutrido canto de cientos de pajaritos desde los árboles.

Comenzaba también el trajinar de los pocos pobladores de la ciudad. Muchas mujeres iban al molino a moler su nixtamal para hacer las tortillas. Todavía existían muchos terrenos de cultivo en los alrededores y los labradores iban muy temprano a regar sus sembradíos. Aún había ganaderos que también iban muy temprano a dar de comer a sus animales.

Más tarde los burócratas iban al trabajo, los artesanos a sus talleres, los comerciantes a sus comercios y la niñez y el profesorado a las escuelas.

Hacia el medio día las limpias aguas del río Atoyac, se desplazaban con suave murmullo por su cauce e invitaba a nadar. Algunas señoras iban a lavar en él mientras sus hijos e hijas se divertían en sus márgenes.

La ciudad, nos dijo la señora Cleotilde Soriano, terminaba en este barrio de Santa María del Marquesado. Más allá sólo había monte y sembradíos. Hasta aquí estaba la terminal del tranvía, jalado por mulas. En la calle sólo se escuchaban las patadas de las mulas y el traqueteo de las llantas sobre la tierra. No había pavimento.

Por las noches, “en época de lluvia, ¡ah!, cómo hacían ruido las ranas. Croaban sin parar hasta el amanecer. A las doce del día no faltaban los rebuznos de los burros, que nos daban la hora”, contó el señor Alfonso Ricardez Núñez.

Por su parte, el señor Genaro García, hizo un gran esfuerzo de nostalgia para recuperar los sonidos que escuchaba en su niñez. Recordó que las casas de la mayoría de los habitantes eran de carrizo y algunas de adobe. El propio atrio de la iglesia del Marquesado era de adobe. Las pisadas no se escuchaban porque todo era de tierra.

En cambio, dijo, se podía escuchar el largo y agudo silbido de los quebrantahuesos y los sanates en las riberas del río Atoyac.

Acercándose al zócalo, en el barrio de la Soledad, algunos habitantes recuerdan que el mayor ruido que escuchaban, en ocasiones, era el de las campanas de la iglesia cuando tocaban el Angelús o “a muerto”, como se decía. Cotidianamente, también se escuchaban las campanadas que daban la hora.

También, dijeron que, por las mañanas y las tardes se podía apreciar en los parques el escándalo de los pájaros. ¡Cómo trinaban!

Ranas en Cinco Señores

En el barrio de Cinco Señores, comenta la señora Juana Trujillo, sólo escuchábamos a las ranas durante la época de lluvias; las bandadas de patos silvestres que llegaban cada temporada y el crujir de los carrizales del río Salado, cuando los movía el viento. 

También, escuchábamos regularmente las explosiones en la calera de San Antonio de la Cal y el golpeteo de las piedras que se iban a hornear; pero nada más. Prácticamente no había autos. Sólo una o dos veces al día escuchábamos el traqueteo y el silbido del tren de carga cuando pasaba. Vivíamos tranquilos. Ahora nada de eso existe, por ahí pasa una avenida Ferrocarril llena de autos.

Barrio de Xochimilco, el río y la cascada como protagonistas

En el barrio de Xochimilco, los vecinos entrevistados recordaban mucho el sonido del río Jalatlaco. Dijeron que había una cascada y que la caída de agua se escuchaba a gran distancia. Algunos recordaron también el traqueteo de las llantas de coches tirados por caballos transitando sobre las calles empedradas.




Las “clayuderas”

En los mercados populares también era común el pregón de las señoras que venden tortillas: “¿qué va a llevar güerita, blandas o clayudas?” También se escuchan las voces de las mujeres que ofertan frutas de la temporada, dulce de coquitos o de mangos y de las que ofrecen aguas frescas, de chía, de horchata y de chilacayota.




Los sonidos de las colonias populares

En las colonias populares de la ciudad de Oaxaca son cotidianas las grabaciones que se difunden desde las camionetas de personas que venden naranjas u otras frutas a bajo precio. El mismo sistema siguen los camiones repartidores de agua purificada, cargados con garrafones de 19 litros de plástico o de vidrio en color azul transparente. También puede escucharse a otros vendedores de agua más modestos que recorren todas las calles pregonando el clásico e inconfundible: ¡Gwaaaah-aah!

Casi tan frecuente como el del agua es el sonido que llevan los repartidores de gas, anteriormente semejaba el mugir de una vaca o el llamado de un caracol o cuerno. Ahora es igual, pero acompañado de música. La campana que tocan los trabajadores de limpia, para advertir a la población de que es hora de sacar la basura, no puede ignorarse tampoco.

Electricidad y más ruido

Con la electricidad y el pavimento cada vez hubo más ruido, los vehículos de motor aumentaron, igual que los aparatos de radio y, posteriormente, de televisión, las rockolas consolas y los amplificadores que usan los conjuntos musicales.

Con el crecimiento de la ciudad vinieron otros sonidos también, algunos cotidianos, como los de las marchas y mítines. Sonidos que se tornaron terribles en 2006. Los vecinos del centro recuerdan aún el sonido de las campanas en las iglesias en esos meses adversos. No eran llamados a misa, se tocaban sin ton ni son para advertir del peligro ante la aparición de comandos policiacos. No faltaban también los gritos de gente asustada, las balaceras y las explosiones que se dejaban escuchar de vez en vez.

Hace algunos años, nos dijo Rosa María Cruz, del barrio de La Soledad, en el centro de la ciudad, todavía escuchábamos la fábrica de triplay que estaba en las riberas del Río Atoyac, por San Juanito, y el esporádico silbido del tren.

También se dejaba oír el agudo silbido del afilador y el martilleo del cantero, la música larga y lastimera que hacía el vapor del carrito del vendedor de plátanos y camotes que los vendía cubiertos de crema dulce… una delicia. El crujir metálico de su destartalado carrito era inconfundible.

Los panaderos, los pajareros, los que traían naranjas de Martínez de la Torre, Veracruz, las tecas que ofrecían pescado y camarón secos, ciruelas y mangos en dulce y otras delicias del Istmo, pasaban pregonando sus productos.



Con la banda de Música del Estado, la marimba y algún otro tipo de música se amenizaban antaño, invariablemente dos o tres veces por semana, las tardes del zócalo en la ciudad de Oaxaca. No había mucha gente, ni temor, ni otros ruidos que deformaran la música. Era una ciudad pacífica.

Las sensaciones auditivas que se percibían, y aún se escuchan durante las procesiones y calendas, además de mostrar la riqueza y diversidad de la vida social y cultural del pueblo oaxaqueño, dan cuenta de la multitud de días santos y otras festividades que celebramos, en donde no faltan los alegres y armoniosos sonidos de la banda de música y otros sones; el estruendo de los cohetes y cohetones o del castillo, en las fiestas patrias y la algarabía de los asistentes.

Oaxaca ha crecido, el comercio se ha multiplicado, así como el número de habitantes. Los vehículos automotores y el uso de diversos aparatos de sonido como estéreos, radios, televisores y hasta de las personas que van hablando en la calle con sus celulares han cambiado definitivamente la atmósfera sonora de la verde Antequera, hoy Oaxaca. Nada es como antes y, seguramente no volverá a serlo.


*Reportaje publicado originalmente en 2009 en el diario Despertar de Oaxaca. Agradezco mucho a don Pedro Silva que me ayudó a editarlo y cabecearlo en aquel momento.

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