Por Blanca Padilla
Tres años habían pasado ya, desde su llegada a
esa ciudad. Tres años de habitar sucias calles; de ver, sólo desde fuera,
hogares iluminados.
Andaba casi
descalza y apenas abrigada. Ignoraba cuánto tiempo había pasado ya. No hubiera
podido decir dónde estaba o qué hacía. De dónde venía, a dónde iba.
Esa tarde
había caminado lentamente hasta ese enorme y descuidado parque que se extendía
en medio de dos grandes avenidas. Se sentó, como lo hacía todas las tardes, en
la misma banca de cemento pintarrajeada aquí y allá con las más inopinadas
frases.
Largo rato estuvo contemplando cómo el viento arrancaba las últimas hojas de los árboles y como las arrastraba entre el follaje para
dejarlas caer, lentamente, sobre el pasto. “El otoño...” pensó, dejando escapar
de sus labios resecos apenas un murmullo.
Durante esos
años ya se había acostumbrado a esa rutina: la comida en la casa de asistencia,
cuando había suerte; luego, su diario deambular por las calles aledañas y las
tardes enteras en aquel parque. También se habitúo al estruendo precipitado e
intermitente de miles de autos, a la suciedad, a la humedad, al frío.
***
Ese frío le
hacía recordar aquella noche en la que se le habían subido las copas y bailó y
cantó sin timidez. Al amanecer había
salido de la cama como impulsada por una urgencia inaplazable de alejarse de
esa respiración satisfecha y apenas perceptible que se hallaba a su lado. Se
había dirigido a la ventana y había descorrido las cortinas. Lloviznaba, y la
brisa se filtraba por los bordes de la ventana. La calle estaba vacía, hundida en una penumbra gris aún. Todo en
calma, pero cierta angustia le oprimía el pecho, dificultando su respiración.
Largo
rato permaneció junto a la ventana viendo la calle desierta, absorta,
distraída, hasta que por
su mente cruzaron fugazmente esos acordes de guitarra y aquella canción:
“Sobre
papel/ declaro que te extraño cada amanecer/ que un beso tuyo vale más que mil
de otra mujer/ haré que sepas de algún modo que te quiero/ por si no te vuelvo
a ver...”
Su
boca balbuceó casi imperceptiblemente esas palabras y el vidrio de la ventana
se empañó con su aliento cálido.
Enseguida había atravesado la sala para llegar hasta la recámara de su
hijo, lo había mirado dormir, se había sentado en el borde de la cama y luego,
agitada, había vuelto...
Los dos hombres rodaban en furiosa lucha por el piso. Después, un
silencioso instante y su cuerpo fue lanzado brutalmente contra la pared. Una y
otra vez intentó incorporarse, sin conseguirlo. Desnuda, trastabillante, finalmente
había quedado tendida.
No supo cuánto tiempo había pasado, qué más había pasado. Despertó ahí,
tirada, junto a un árbol, en una calle solitaria. El frío la hizo incorporarse
lentamente y,
apoyando la cabeza sobre las rodillas, abrigándose el pecho con las manos
alargadas y trémulas se había abandonado a la sensación de vacío que dominaba
su interior. Su sangre y sus lágrimas silenciosas le resbalaban por los senos y
por las piernas hasta el pubis. No quiso recordar nada más.
***
“El otoño...”,
volvió a pensar, mientras el frío viento penetraba su cuerpo. A lo largo de
esos años lo único que recordaba con mayor nitidez era a su hijo, un ser que
ahora le era lejano, ajeno. Y la esperanza, la esperanza que al principio solía
renacer a cada instante, la esperanza de volverlo a ver, ya le parecía algo
totalmente infundado.
Un acceso de tos invadió sus pensamientos y la hizo arrojar flemas sanguinolentas. Se puso de pie y comenzó a caminar pesadamente, sin rumbo definido entre los árboles. En sus oídos volvieron a resonar como siempre, desde ese día, risas lejanas, conversaciones informes, plagadas de palabras obscenas, imprecaciones, gritos, gemidos.
Caminó lentamente hacia un claro solitario donde se tendió y de manera instintiva se llevó las
manos cruzadas al pecho, como si tratara de cubrir sus senos desnudos. Muchas
veces se tendía así para pensar en su esperanza
que poco a poco se había ido muriendo. Pero ese día ahí, sobre el pasto
húmedo, con el cuerpo apenas cubierto, como aquella noche, contemplaba
fijamente el cielo de la tarde, un cielo gris y sin sentido como aquella
violencia sin razón de alguien que nunca la quiso, pero tampoco dejaba que
alguien más tomara un lugar que nunca le
importó.
***
Esa noche había
vencido aquel miedo irracional que la ataba. Unas palabras tiernas y esa canción,
cantada sólo para ella, quebrantaron su resistencia.
***
Un escalofrío la recorrió y una opresión indescriptible
le produjo la súbita revelación del rompimiento. Todo en un instante le fue
ajeno. Solo tuvo consciencia de su cuerpo abatido, inservible, tirado sobre la
hierba como aquellas hojas caídas del otoño.
Trató de pensar en otra cosa, pero no pudo. Su mirada quedó fija en su propio cuerpo inerte y sus pensamientos en esa ventana. En sus oídos siguieron resonando esa guitarra y los versos de aquella canción: “Sobre papel,/ declaro que te extraño cada amanecer,/ que un beso tuyo vale más que mil de otra mujer,/ haré que sepas de algún modo que te quiero,/ por si no te vuelvo a ver...”
Mi
eterna gratitud para Salvador Elizondo y Alejandro Santiago por sus aportaciones para este cuento. Con todo el cariño mío para AGC.
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