De Justa Realidad |
URUAPAN.― «Según la Constitución, ¿quién tiene el monopolio de la verdad judicial?», acostumbro preguntar en mis talleres de periodismo, y hasta la semana pasada había encontrado, durante años, que la mayoría de mis colegas periodistas confunde el papel procesal del ministerio público con el que corresponde al juez.
Organizado por la consultoría Sistemas de Información para la
Seguridad Humana SC, que dirige Mario Arroyo, la semana pasada impartí
en esta ciudad el taller «Periodismo para la transformación pacifica de
conflictos» [agosto 29 y 30, 2012], al que acudieron unos 30 reporteros y
editores policiales y judiciales de la región. Y me encontré con una
nueva y sobrecogedora respuesta a la misma interrogante. «Compañeros,
según la Constitución, ¿quién tiene el monopolio de la verdad
judicial?», pregunté, y como era predecible, casi todos respondieron una
vez más que el ministerio público, salvo una colega, que contestó
«Nadie», dejándonos perplejos.
Si «nadie» tiene la verdad judicial, entonces nadie puede juzgar, en
sentido procesal, a nadie. Pero sí puede, en cambio, juzgarlo y
condenarlo mediáticamente, si acaso tiene el poder para ello. Y es así
como nos relacionamos en el espacio público, arbitrariamente. Los
funcionarios del más alto nivel y los operadores comunicacionales de
policías, procuradurías y fuerzas armadas montan tribunales paralelos a
los legales y en ellos exhiben, enjuician y condenan de facto a cientos
de ciudadanos cada año, luego de detenerlos tantas veces de forma
arbitraria, incomunicarlos y torturarlos. O sea, algo idéntico al
medieval Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, pero sirviéndose
de la capacidad diseminadora de las industrias culturales en la
posmodernidad.
De este modo, para los periodistas como para la colectividad, el que
alguien sea culpable o inocente depende no de un proceso judicial donde
las partes en conflicto exponen ante el juez, bajo ciertas reglas
procesales, lo que conviene a sus intereses, sino de un acto de fe;
según este pensamiento mágico, la suerte pública de un ciudadano
imputado de delito depende no de la forma como se le enjuicie
legalmente, sino de si cada quien cree, por cualquier razón o
motivación, si es culpable o inocente ―otra mentalidad harto medieval.
El jueves vimos a un Tribunal Electoral del Poder Judicial de la
Federación emitiendo una sentencia bastante superficial que valida la
legalidad del proceso electoral de 2012. El viernes por la mañana a un
excandidato Andrés Manuel López Obrador diciendo que no puede reconocer
tal veredicto y llamando a la desobediencia civil. Y el fin de semana, a
un presidente electo Enrique Peña Nieto pretendiendo una normalidad
democrática inexistente, así como a un presidente Felipe Calderón
negador, incapaz de aceptar la responsabilidad sobre el daño social
severo que ha producido su autoritaria política criminal.
Después de esto, que exhibe la falta de credibilidad del Poder
Judicial y la arbitrariedad, impunidad y cinismo de la clase política,
no es extraño que el ciudadano promedio, como la colega periodista
uruapense, considere que en México «nadie» tiene constitucionalmente el
monopolio de la verdad judicial y, en consecuencia, que la justicia es
discrecional, puede aceptársele o no, dependiendo del poder que se
tenga, y el ciudadano, como espectador pasivo, no tiene más posibilidad
que creer o no, convirtiéndose la Justicia en un acto de fe que entonces
no requiere de certeza jurídica.
Agobiado por todo este caos, el domingo me encuentro, de remate, con
la siguiente lamentación hilarante y cantinflesca del lopezobradorista
semanario Proceso: al Movimiento Progresista los ministros del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación «Ni una coma le admitieron», tal cual si se refiriera a un Tribunal Ortográfico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Todos los comentarios son bienvenidos, pero por favor no utilice palabras soeces. Cualquier mensaje que contenga una palabra soez será bloqueado. Nos reservamos el derecho de retirar cualquier comentario que incluya palabrotas, excepto cuando sean usadas como interjecciones.