Por Ariel Dorfman* / Página 12
Aquel 11 de septiembre letal –recuerdo que era un martes– me despertó
un sonido de angustia por la mañana, la amenaza de aviones que
sobrevolaban nuestro hogar. Y cuando, una hora más tarde, divisé una
nube de humo que subía desde el centro de la ciudad, supe que mi vida y
la vida de mi país habían cambiado en forma drástica y tajante, por
siempre jamás. El año era 1973 y el país era Chile y las fuerzas armadas
acababan de bombardear el palacio presidencial en Santiago,
estableciendo desde el principio la ferocidad con que responderían a
cualquier intento de resistir el golpe contra el gobierno democrático de
Salvador Allende. Ese día, que comenzó con la muerte de Allende,
terminó convirtiendo en un degolladero la tierra donde habíamos
intentado una revolución pacífica. Pasarían casi dos décadas, que viví
mayormente en el exilio, antes de que pudiéramos derrotar a la dictadura
y recuperar nuestra libertad.
Veintiocho años después de aquel día inexorable en 1973, sobrevino
un nuevo once de septiembre, también un martes por la mañana, y ahora
les tocó el turno a otros aviones, fue otra ciudad que también era mía
la que recibió un ataque, fue un terror diferente que descendió desde el
aire, pero de nuevo mi corazón se llenó de angustia, de nuevo confirmé
que nunca nada sería igual, ni para mí ni para el mundo. Esta vez el
desastre no afectaría únicamente la historia de un país y no sería tan
sólo un pueblo el que sufriría las consecuencias del odio y la furia,
sino el planeta entero.
Me ha sobrecogido, durante los últimos diez años, esta yuxtaposición
de fechas. Es posible que mi obsesión con buscar un sentido oculto
detrás de tal coincidencia se deba a que era yo residente de ambos
países en el momento preciso en que sobrellevaron la doble embestida, la
circunstancia adicional de que estas dos ciudades agredidas constituyen
los fundamentos gemelos de mi identidad híbrida. Porque crecí
aprendiendo el inglés de niño en Nueva York y pasé mi adolescencia y
juventud enamorándome del castellano en Santiago, porque pertenezco
tanto a la América del Norte como a la del Sur, no puedo dejar de tomar
en forma personal la paralela destrucción de esas vidas inocentes,
abrigo la esperanza de que del dolor y la confusión ardiente nazcan
algunas lecciones, tal vez algún aprendizaje. Chile y los Estados Unidos
ofrecen, en efecto, modelos contrastantes de cómo se puede reaccionar
ante un trauma colectivo.
Una nación sometida a una adversidad tan brutal enfrenta
ineludiblemente una serie de preguntas básicas que interrogan sus
valores esenciales, su necesidad de obtener justicia para los muertos y
reparación para los vivos sin fracturar aún más un mundo quebrantado.
¿Es posible restaurar el equilibrio de ese mundo sin entregarnos a la
comprensible sed de venganza? ¿No corremos el riesgo de parecernos a
nuestros enemigos, de tornarnos en su sombra perversa, no arriesgamos
acaso terminar gobernados por nuestra rabia, que suele ser tan mala
consejera?
Si el 11 de septiembre del 2001 puede entenderse, entonces, como una
prueba en que se sondea la sabiduría de un pueblo, me parece que
Estados Unidos, desafortunadamente, salió mal del examen. El miedo
generado por una pequeña banda de terroristas condujo a una serie de
acciones devastadoras que excedieron en mucho el daño causado por el
estrago original: dos guerras innecesarias; un derroche colosal de
recursos destinados al exterminio que podrían haber sido invertidos en
salvar a nuestro planeta de una hecatombe ecológica y a nuestros hijos
de la ignorancia; cientos de miles de seres muertos y mutilados y
millones más de desplazados; una erosión de los derechos civiles y el
uso de la tortura por parte de los norteamericanos que les dio el visto
bueno a otros regímenes para que abusaran aún más de sus poblaciones
cautivas. Y, finalmente, el fortalecimiento en todo el mundo de un
Estado de Seguridad Nacional que exige y propaga una cultura de
espionaje, mendacidad y temor.
El pueblo chileno también pudo haber respondido a la violencia con
más violencia. Sobraban razones que justificaban levantarse en armas
contra el déspota que traicionó y derrocó a un presidente legítimo. Y,
sin embargo, los chilenos democráticos y los líderes de la resistencia
–con algunas lamentables excepciones– decidieron desalojar al general
Pinochet del poder mediante una activa no-violencia, recuperando, brazo a
brazo, una organización tras otra, el país que nos habían robado, hasta
vencer al tirano en un plebiscito que tenía todas las de ganar. El
resultado no ha sido perfecto. Pero a pesar de que décadas más tarde la
dictadura derrotada sigue contaminando a la sociedad chilena, la forma
en que libramos nuestra batalla sigue constituyendo un ejemplo, en
definitiva, de cómo es posible crear una paz duradera después de tanta
pérdida, tanto sufrimiento persistente. Chile ha mostrado una
determinación cauta y juiciosa para asegurar que nunca habrá otro 11 de
septiembre de muerte y destrucción.
Me parece maravilloso y hasta mágico que cuando tomaron los chilenos
la decisión de luchar contra la malevolencia por medios pacíficos se
estaban haciendo eco, sin saberlo, de otro 11 de septiembre. En efecto,
en ese exacto día en 1906, Mohandas Gandhien en el Empire Theatre de
Johannesburgo convenció a miles de sus compatriotas indios de usar la no
violencia para impugnar un acopio de injustas leyes discriminatorias
que, de hecho, preparaban ya el futuro régimen del apartheid en
Sudáfrica. Esta incipiente estrategia de Satyagraha llevaría, con los
años, a la independencia de la India y a muchos otros movimientos para
conseguir paz y justicia en el mundo, incluyendo el combate de Martin
Luther King por la igualdad racial y contra la explotación.
Ciento cinco años después de aquella memorable exigencia del Mahatma
a imaginar una manera de salir del delirio y la trampa de la cólera,
treinta y ocho años después de que esos aviones me despertaron por la
mañana para advertirme que nunca más podría yo escapar del terror, diez
años después de que el Nueva York de mi infancia fuera diezmado por el
fuego, tengo la esperanza de que los epitafios finales para cada uno y
todos los posibles 11 de septiembre sean las palabras suaves e
inmortales de Gandhi: “La violencia habrá de prevalecer contra la
violencia solamente cuando alguien me pueda probar que el modo de
terminar con la oscuridad es con más oscuridad”.
* Novelista. Su último libro es Entre Sueños y Traidores: un Striptease del Exilio.
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