Lev Nikoláievich Tolstoi
IUna hermana mayor llegó de la
ciudad a visitar a su hermana menor en la aldea. La mayor estaba casada con un
co-merciante de la ciudad, la menor con un campesino de la aldea. Las hermanas
se sentaron a tomar el té y a conversar. La mayor comenzó a jactarse de las
ventajas de vivir en la ciudad comentando cuánto espacio tenía y cuán limpia
estaba su casa, cómo engalanaba a los niños y qué espléndidos manjares comían y
bebían, añadiendo, finalmente, que podía ir de paseo, a patinar y al teatro.
A la hermana menor esto la
molestó y, a su vez, se puso a desmerecer la vida de los comerciantes y a
enaltecer su vida campesina.
-Yo no cambiaría -dijo- mi forma
de vivir por la tuya. Quizá nuestra vida sea gris, pero no vivimos angustiados.
Vuestro estilo de vida es mejor que el nuestro, pero aunque ganáis más de lo
que necesitáis, siempre estáis en peligro de perderlo todo. Ya sabes lo que
dice el dicho: lo poco abasta y lo mucho se gasta. Con frecuencia sucede que
quienes son ricos un día, al día siguiente se encuentran pidiendo limosna. En
cambio nuestra vida campesina es más segura; el campesino tiene el estómago
delgado, pero largo; no seremos ricos, pero siempre tendremos suficiente para
comer.
La hermana mayor replicó:
¿Suficiente?, quizá, pero con los
cerdos y los terneros. ¡Vosotros no conocéis la elegancia ni los modales! Por
más que trabaje tu marido, moriréis tal como vivís, en medio del estiércol, y a
vuestros hijos les ocurrirá lo mismo.
-¿Y qué? -contestó la menor-, así
es nuestro trabajo. A cambio tenemos seguridad, no nos inclinamos ante nadie,
ni nadie nos intimida. Por el contrario vosotros, en la ciudad, vivís rodeados
de tentaciones; hoy todo puede ir bien, pero mañana, de pronto, se entromete el
maligno y tienta a tu marido con las cartas, el vino o alguna mujer guapa. Y
entonces todo se esfumará como el humo. ¿Acaso no ocurren cosas así con
frecuencia? Pajom -el dueño de la casa- estaba recostado encima de la estufa y
desde allí oía a las mujeres parlotear. «Es la pura verdad», pensó. «Ocupados
desde pequeños en arar y sembrar la madre tierra, a nosotros los campesinos no
se nos meten ideas tontas en la cabeza. ¡Lo único malo es que tenemos poca
tierra! ¡Si yo tuviera toda la tierra que me gustaría tener, no le temería ni
al mismísimo diablo!» Las mujeres terminaron de tomar el té, hablaron todavía
un poco de vestidos y de adornos, recogieron los platos y se acostaron. Pero el
diablo, que estaba detrás de la estufa, lo había escuchado todo. Se alegró de
que la esposa del campesino hubiera incitado a su marido a fanfarronear y a
decir que, de tener más tierra, no le temería ni al mismísimo diablo. «Muy
bien», pensó, «tú y yo vamos a hacer una apuesta. Yo te daré mucha tierra, pero
por medio de esa misma tierra me apoderaré de ti.»
II
Al lado de la aldea vivía una
mujer, una pequeña terrateniente que poseía unas ciento veinte desiatinas de
tierra. Siempre había vivido en paz con los campesinos, sin perjudicarles en
nada, hasta que contrató a un soldado retirado para que trabajara como
intendente, y éste comenzó a importunar a los campesinos con multas. Por más
cuidado que tuviera Pajom, una y otra vez ocurría que o bien el caballo se
escapaba hacia la cebada de la señora, o bien la vaca se metía en su jardín, o
los terneros se introducían en sus prados, y por todo eso debía pagar una
multa.
Pajom pagaba, pero maltrataba e
insultaba a su familia. Tuvo muchos problemas Pajom a causa de ese intendente a
lo largo del verano. Tantos, que se alegró cuando llegó el invierno y
hubo que dejar el ganado en el
establo. Lo lamentó por el forraje, pero no pudo dejar de sentirse feliz al
verse libre de esa angustia constante.
Durante el invierno corrió el
rumor de que la señora iba a vender sus tierras y el dueño de la posada,
situada en el camino principal, estaba negociando la compra con ella. Los
campesinos se enteraron y comenzaron a lamentarse.
«Si las tierras van a parar a
manos del dueño de la posada», pensaron, «no dejará de importunarnos con sus
multas tanto o más que el intendente de la señora. No podemos vivir sin esas
tierras; todos dependemos de ellas.»
Los campesinos fueron, como
comunidad, a ver a la mujer y le pidieron que no vendiera las tierras al posadero,
que se las diera a ellos. Le ofrecieron un precio mejor y la mujer aceptó.
Entonces los campesinos intentaron arreglar la compra de toda la tierra para
trabajarla en comunidad; se reunieron una vez, se reu-nieron una segunda vez y
hablaron del asunto, pero no hubo resultados. El maligno sembraba la discordia
y no se podía llegar a ningún acuerdo. Así que los campesinos decidieron
comprar por separado, cada uno según sus posibilidades. La señora aceptó esta
propuesta del mismo modo que había aceptado la otra.
Pajom se enteró de que un vecino
suyo había comprado a la señora veinte desiatinas y que ella había aceptado
posponer un año el pago de la mitad del dinero. Sintió envidia.
«Comprarán toda la tierra»,
pensó, «y yo me quedaré sin nada.»
De modo que habló del asunto con
su esposa.
-La gente ya está comprando -le
dijo-, nosotros también deberíamos comprar una decena de desiatinas. La vida se
ha vuelto imposible: las multas del intendente han acabado con nosotros.
Se pusieron a pensar en cómo
podían llevar a cabo la compra. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un
potro y la mitad de las abejas que poseían, pusieron a su hijo a trabajar y
cobraron un salario por adelantado; además, le pidieron un préstamo a su
cuñado. Así juntaron la mitad de lo que necesitaban.
Pajom reunió el dinero, escogió
la tierra -quince desiatinas con un pequeño bosque-, y fue a hacer el trato con
la señora. Negoció las quince desiatinas y llegaron al acuerdo de que le daría
parte del dinero. Luego fueron a la ciudad y firmaron las escrituras; Pajom
entregó la mitad del dinero y se comprometió a, pagar la otra mitad en dos
años.
Así fue como Pajom tuvo su
tierra. Pidió prestadas semillas y sembró la tierra recién comprada. La cosecha
fue buena. En un año pagó sus deudas: con la señora y con su cuñado. Y Pajom se
volvió todo un terrateniente: araba y sembraba su propia tierra, segaba el heno
en su tierra, obtenía la leña de los árboles que crecían en su tierra y
alimentaba su ganado en su tierra. Pajom salía a arar la tierra ahora suya para
siempre o a contemplar los brotes de trigo y los verdes prados y no cabía en sí
de gozo. Le parecía que en ella la hierba y las flores crecían de una manera
diferente. Antes había pasado por allí y le había parecido una,tierra
cualquiera, ahora era una tierra especial.
III
Así vivía Pajom y estaba
contento. Todo habría ido bien si los campesinos que vivían alrededor no
hubieran comenzado a alimentar su ganado en los prados y en los trigales de
Pajom. Éste les pidió de buena manera que dejaran de hacerlo, pero los
campesinos continuaron: unas veces los pastores soltaban las vacas en sus
prados, otras dejaban que los caballos que pastaban por la noche entraran en
sus trigales. Pajom echaba a los animales, perdonaba a los campesinos y durante
mucho tiempo no presentó ninguna denuncia. Finalmente acabó por cansarse y se
quejó en el volost. Sabía que los campesinos actuaban impulsados por la
estrechez, que no lo hacían premeditadamente, pero pensó: «No puedo seguir
permitiéndolo porque acabarán con todo lo que tengo. Debo darles una lección.»
Así que apeló a un juicio y les
dio una lección, luego otra; multaron a uno, luego a otro. Los campesinos de
los alrededores comenzaron a sentir rencor hacia Pajom y a soltar a sus
animales a propósito a los campos de Pajom. Hubo quien incluso fue al bosquecillo por la noche y
cortó una decena de tilos jóvenes, para hacer cestas con su corteza. Un día que
Pajom pasaba por el bosque vislumbró un blanco. Se acercó y vio en el suelo los
troncos de varios tilos sin corteza. Los tocones estaban a ras de tierra. Si
por lo menos hubiera cortado uno de aquí y otro de allá... pero el malvado los
cortó todos seguidos.
«Ah», pensaba, «si me pudiera
enterar de quién ha hecho esto, me las pagaría.»
Pensó y pensó en quién podía haberlo
hecho. Por fin llegó a una conclusión: «No puede ser otro que Semión.» De modo
que se dirigió a la granja de Semión a buscar algo, pero no encontró nada y se
peleó con él. Esto no hizo más que aumentar su certeza de que el culpable era
Semión. Presentó una demanda. Les llamaron a juicio. Se estudió el caso y
finalmente absolvieron al campesino: no había pruebas. Pajom se sintió más
ofendido todavía y descargó su furia contra el alcalde y los jueces.
-Ustedes -les dijo- dan la mano a
los ladrones. Si fueran honrados, no dejarían libre a ningún ladrón.
Pajom se enemistó, pues, con los
jueces y con sus vecinos. Comenzaron incluso a amenazarle con provocar un
incendio. Así que aunque Pajom ahora tenía más tierra, vivía oprimido por la
comunidad.
Por esa época, corrió el rumor de
que la gente se marchaba a nuevos lugares.
Pajom pensó: «Yo no tengo
necesidad de dejar mis tierras, pero si otros se marchan, nosotros tendremos
más espacio. Podría quedarme con las tierras de los que se van y unirlas a las
mías. Entonces viviría mejor. Ahora vivimos demasiado apretujados.»
Un día Pajom estaba en casa
cuando llegó un campesino que iba de paso. Le permitieron pasar la noche allí y
le dieron de cenar. Pajom y el campesino se pusieron a conversar:
-¿De dónde vienes? -le preguntó
Pajom.
El campesino contó que venía de
abajo, de más allá del Volga, donde había estado trabajando. Una palabra seguía
a otra y el hombre le contó que mucha gente estaba yendo a establecerse a esos
lugares. Le dijo que algunos de los campesinos de su aldea se habían
establecido allí, que se habían unido a la comunidad, y que les habían dado
diez desiatinas de tierra por persona. -Y es una tierra tan buena -dijo-, que
si siembras centeno, la paja crece tanto que un caballo no se ve, y es tan
espesa que con cinco puñados ya haces una gavilla. Llegó un campesino pobre,
muy pobre -continuó-, que no tenía otra cosa que sus manos y ahora tiene seis
caballos y dos vacas. El corazón de Pajom se encendió. Pensó: «¿Para qué voy a
vivir aquí como un pobre, en medio de la estrechez, si puedo vivir bien en otro
lado? Venderé mis tierras y mis animales y con ese dinero iré allá y comenzaré
todo de nuevo. Es un peca-do seguir aquí, en esta estrechez. Me pondré en
camino yo primero para enterarme de cómo están las cosas.»
Se preparó para irse durante el
verano. Bajó en barco por el Volga hasta Samara y luego recorrió cuatrocientas
verstas a pie. Finalmente llegó al lugar. Todo era tal y como le había dicho
el forastero. Los campesinos vivían holgadamente, les habían dado diez
desiatinas de tierra a cada uno y los habían acogido sin reparos en su
comunidad. Además, si tenían dinero, podían comprar tierra de la mejor calidad,
toda la que quisieran y para siempre, a tres rublos la desiatina. ¡Toda la tierra
que quisieran! Pajom se enteró de todo, regresó a su casa en otoño y comenzó a
vender sus bienes. Vendió su tierra con ganancias, vendió su granja y todo su
ganado, se dio de baja de la comunidad, esperó la llegada de la primavera y se
marchó con su familia a su nuevo lugar de asentamiento.
IV
Llegó Pajom con su familia a
aquellos nuevos lugares y se inscribió en una comunidad en la aldea principal.
Emborrachó a los ancianos y obtuvo todos los papeles. Aceptaron a Pajom y
otorgaron a los cinco miembros de su familia parcelas por un total de cincuenta
desiatinas de tierra en diversos campos, ade-más del uso de los pastizales de
la comunidad. Pajom construyó lo que necesitaba y compró ganado. La
tierra que tenía sólo para él era tres veces más grande que la que había tenido
antes. Además era tierra fértil para trigo. Su vida era diez veces mejor de
como había sido hasta entonces. Tenía toda la tierra para arar y todo el
forraje que quisiera. Podía tener todo el ganado que quisiera.
Al principio, mientras se
establecía, todo le parecía bien a Pajom, pero en cuanto se habituó, otra vez
le pareció que aquella tierra no era suficiente. El primer año sembró trigo en
la tierra que le pertenecía y obtuvo una buena cosecha. Pajom le tomó el gusto
a sembrar trigo, pero su parcela le parecía insuficiente y la tierra que había
usado ya no era apropiada. En esos lugares se siembra el trigo en terrenos
vírgenes o de barbecho. Se siembra uno o dos años y luego se deja hasta que la
tierra se vuelve a cubrir de hierba. Son muchos los campesinos que desean esas
tierras, pero no hay suficientes para todos, de modo que hay pleitos a causa de
ellas. Los más ricos quieren sembrar ellos mismos, y los más pobres las quieren
para dárselas a los comerciantes a cuenta de los tributos. Pajom quiso sembrar
más trigo, de modo que fue a ver a un comerciante y le arrendó tierra por un
año. Sembró más trigo y obtuvo una buena cosecha; pero el terreno quedaba lejos
de la aldea: había que transportar la cosecha unas quince verstas. Después de
un tiempo, Pajom se enteró de que en el distrito algunos
campesinos-co-merciantes vivían en granjas aparte y se enriquecían. Entonces
pensó: «El asunto está en comprar tierra a perpetuidad y construir una granja.
De esa manera todos estaría solucionado.» Y Pajom se puso a pensar en cómo
podía comprar tierra a perpetuidad.
Así vivió Pajom tres años.
Arrendaba tierras y sembraba trigo. Fueron años buenos, la cosecha era
abundante, el trigo de buena calidad y pudo empezar a ahorrar. Podía haber
continuado viviendo de esa manera, pero se cansó de tener que arrendar, año con
año, la tierra de otros, y tener que pelear por ella, porque los campesinos
llegaban enseguida a los lugares donde había buena .tierra y se apropiaban de
todo, y si no habías tenido tiempo de comprar, no tenías donde sembrar. El
tercer año arrendó a los campesinos, a medias con un comerciante, unos pastos;
ya habían arado la tierra cuando tuvieron una disputa y los campesinos los
llevaron a juicio; se perdió todo el trabajo.
«Si tuviera mi propia tierra»,
pensó Pajom, «no dependería de nadie y no tendría todos estos disgustos.»
Pajom se puso a averiguar dónde
se podía comprar tierra a perpetuidad. Encontró a un campesino que había
comprado quinientas desiatinas, pero se había arruinado y ahora vendía sus
tierras a bajo precio. Pajom comenzó a negociar con él. Hablaron y hablaron y
por fin llegaron al acuerdo de mil quinientos: rublos, a pagar la mitad del
dinero más tarde. Ya casi habían cerrado el trato, cuando un comerciante
ambulante se detuvo en casa de Pajom para dar de comer a sus caballos. Pajom y
el comerciante se sentaron a tomar el té y conversaron. El comerciante le contó
que venía de regreso de las lejanas tietras de los bashkiros. Allí, le contó,
había comprado a los bashkiros cinco mil desiatinas de tierra. Todo por mil
rublos. Pajom quiso saber más. El comerciante le contó.
-Lo que hice fue -dijo- hacerme
amigo de los jefes. Les regar túnicas y alfombras por valor de unos cien
rublos, y además, un tsibiki de té y buen vino a quienes bebían. Así compré la
tierra a unos veinte kópeks la desiatina.
Y le enseñó a Pajom las
escrituras.
-La tierra -continuó- está junto
al río y la estepa es de barbecho.
Pajom le preguntó el cómo y el
qué.
-Allí hay tanta tierra -añadió el
comerciante-, que ni un año alcanzaría para recorrerla, y toda les pertenece a
los bashkiros. Pero son bobos como borregos, así que si uno entra en tratos con
ellos, puede conseguir tierra por muy poco dinero.
«Vaya», pensó Pajom, «¿para qué
voy a pagar mis mil rublos para comprar aquí quinientas desiatinas de tierra,
contrayendo encima una deuda, si allá puedo conseguir más de diez veces más por
los mismos mil rublos?»
V
Pajom averiguó cómo llegar hasta
esos lugares y en cuanto se despidió del comerciante, preparó sus cosas para
poder irse. Dejó la granja al cuidado de su mujer y se marchó con uno de sus
trabajadores. Fueron en primer lugar a la ciudad y compraron un tsibik de té,
algunos regalos y vinos, todo tal y como le había aconsejado el comerciante.
Anduvieron y anduvieron y recorrieron más de quinientas verstas. Al séptimo día
llegaron a un cam-pamento bashkir. Todo era como lo había descrito el
comerciante. La gente vivía en la estepa, a la orilla del río, en tiendas
cubiertas de fieltro. No araban ni comían pan. El ganado y los caballos, en
manadas, andaban sueltos por la estepa. Los potros es-taban atados detrás de
las tiendas y dos veces al día les llevaban a las yeguas madres, Ordeñaban a
las yeguas y hacían kumis' con su leche. Las mujeres removían el kumis y hacían
queso; a los hombres les gustaba tomar kumis y té, comer carne de cordero y
hacer sonar sus caramillos. Todos eran amables, alegres, y se pasaban el verano
de fiesta. Era un pueblo completamente ignorante, no sabían hablar ruso, pero
eran cordiales.
En cuanto vieron a Pajom, los
bashkiros salieron de sus tiendas y rodearon al forastero. Apareció un
intérprete. Pajom les dijo que había ido por el asunto del tierra. Los
bashkiros se alegraron, condujeron a Pajom a una de las mejores tiendas, donde
lo hicieron acomodarse en unos cojines de plumas colocados encima de una
alfombra y se sentaron a su alrededor. Le dieron té y kumis, sacrificaron un
cordero y le ofrecieron su carne. Pajom sacó del carruaje los regalos y comenzó
a repartirlos entre los bashkiros. Les dio todos los presentes y repartió el
té. Los bashkiros se alegraron. Cuchichearon y cuchichearon entre ellos y luego
le ordenaron al intérprete que tradujera.
-Me mandan decirte -dijo el
intérprete- que te han tomado cariño y que aquí tenemos la costumbre de hacer
todo lo posible por complacer a nuestros huéspedes y recompensarlos por los
regalos que nos han traído. Tú nos has hecho regalos; dinos ahora, ¿qué de lo
nuestro te agrada, qué podemos ofrecerte?
-De lo vuestro, lo que más me
agrada -dijo Pajom- es la tierra. Nuestras tierras están atestadas y, además,
han sido aradas muchas veces, están agotadas; vosotros, en cambio, tenéis mucha
tierra, y la tierra es buena. Nunca había visto nada semejante.
El intérprete tradujo. Los
bashkiros hablaron y hablaron entre ellos un buen rato. Pajom no entendía qué
decían, pero veía que estaban regocijados, que gritaban y se reían. Después
callaron y observaron a Pajom. El intérprete dijo:
-Me ordenan que te diga que para
recompensarte por los regalos que les has traído, te darán toda la tierra que
quieras. Sólo tienes que señalarla con la mano y será tuya.
Una vez más, los bashkiros
hablaron entre ellos y por alguna razón se pusieron a discutir. Pajom preguntó
cuál era el motivo de la disputa. El intérprete le respondió:
-Algunos piensan que sería mejor
consultar con el jefe la cuestión de la tierra, y no actuar en su ausencia.
Otros, en cambio, opinan que no hace falta esperar a que regrese.
VI
Mientras los bashkiros discutían,
llegó un hombre con una gorra de piel de zorro. Todos guardaron silencio y se
pusieron de pie. El intérprete dijo:
-Es nuestro jefe en persona.
Pajom sacó de inmediato la mejor
túnica y se la ofreció al jefe, junto con cinco libras de té. El jefe aceptó
los regalos y ocupó el sitio principal. Los bashkiros se apresuraron a decirle
algo. El jefe los escuchó durante un rato; luego hizo un movimiento con la
cabeza para que callaran y se dirigió a Pajom en ruso.
-De acuerdo -le dijo-. Escoge la
tierra que te guste. Hay mucha.
«¿Cómo voy a coger todo lo que me
guste?», pensó Pajom. «De alguna manera tendré que asegurarla. De lo contrario,
ahora pueden decirme que la tierra es mía y luego quitármela.»
-Le agradezco -dijo- sus
generosas palabras. Ustedes tienen muchas tierras y yo sólo necesito una poca.
Pero me gusta-ría saber qué tierra será la mía. ¿Habría alguna manera de medirla y ponerla
a mi nombre? La vida y la muerte están en manos de Dios. Ustedes, gente buena,
ahora me la dan, pero, llegado el momento, quizá sus hijos quieran quitármela.
-Tienes toda la razón -respondió
el jefe-, la pondremos a tu nombre.
Pajom continuó:
-He oído decir que estuvo por
aquí un comerciante y que ustedes le regalaron un poco de tierra e hicieron una
escritura; a mí me gustaría que hicieran lo mismo conmigo.
El jefe lo entendió.
-De acuerdo -dijo-. Tenemos un
escribiente, iremos a la ciudad y pondremos todos los sellos
que hagan falta.
-¿Y cuál será el precio?
-Nuestro precio es siempre el
mismo: mil rublos por día. Pajom no comprendió.
-¿Por día? ¿Qué clase de medida
es ésa? ¿Cuántas desiatinas hay en un día?
-Eso es algo que nosotros no
podemos calcular -dijo-. Vendemos la tierra por días; lo que puedas recorrer en
un día será tuyo y el precio es de mil rublos.
Pajom se sorprendió.
-Pero en un día se puede recorrer
mucha tierra -dijo.
El jefe se echó a reír.
-¡Toda será tuya! -dijo-. Pero
hay una condición: si antes de que se acabe el día no has vuelto al lugar de
donde saliste, habrás perdido tu dinero.
-¿Y cómo señalaré los lugares por
donde he pasado?
-Iremos al sitio que tú elijas;
nosotros nos quedaremos en ese lugar y tú te irás a hacer el círculo llevando
contigo una pala. Siempre que te parezca necesario, harás una marca. Cavarás un
hoyo cada vez que vayas a girar y pondrás al lado un montón de hierba; nosotros
después pasaremos un arado de agujero en agujero. Puedes hacer el círculo tan
grande como quieras, pero antes de la puesta del sol deberás volver al lugar
del que saliste. Todo lo que recorras será tuyo.
Pajom se alegró. Decidieron salir
temprano a la mañana siguiente. Conversaron, bebieron un poco más de kumis,
comieron carne de cordero, tomaron más té, y en eso llegó la noche. Los
bashkiros dieron a Pajom un edredón de plumas para que durmiera y se
dispersaron por sus tiendas. Prometieron volver a reunirse antes del amanecer
para llegar al punto de partida antes de la salida del sol.
VII
Pajom se acostó en el edredón,
pero no podía dormir. No lograba dejar de pensar en la tierra. «Conseguiré»,
pensaba, «una gran extensión. Durante el día podré recorrer unas cincuenta
verstas. Ahora los días son largos; ¡cuánta tierra será mía si recorro cincuenta
verstas! La de menor calidad la venderé o la arrendaré a los campesinos, y la
mejor me la quedaré yo y me estableceré en ella. Compraré dos arados con bueyes
y contrataré otros dos trabajadores; labraré unas cincuenta desiatinas y lo
demás lo dejaré para que paste el ganado.» Pajom estuvo despierto toda la
noche. Sólo un momento antes del amanecer se adormiló. Acababa de quedarse
dormido cuando tuvo un sueño: se vio acostado en esa misma tienda y oyó a alguien fuera reírse a
carcajadas. Quiso ver quién era, se levantó, salió, y vio al jefe bashkir
sentado enfrente de la tienda, sujetándose la barriga con las dos manos y
desternillándose de risa. Pajom se acercó al jefe y le preguntó: «¿De qué te ríes?»
Pero en ese momento vio que ya no era el jefe, ahora era el comerciante que
poco tiempo atrás había pasado por su casa y le había hablado de la tierra.
Apenas le había preguntado: «¿Hace mucho que estás aquí?», cuando vio que ya no
era el comerciante, ahora era el campesino que tiempo atrás había subido desde
el Volga a la antigua casa de Pajom. Luego vio que ya no era el campesino, sino
el diablo en persona, con cuernos y cascos, el que estaba sentado y se reía;
frente a él yacía un hombre descalzo, llevaba puestos sólo una camisa y unos
pantalones. Pajom soñó que se acercaba para ver quién era el hombre, y en eso
se daba cuenta de que el hombre estaba muerto, y de que el hombre muerto era
él. Pajom, aterrado, se despertó.
«Qué cosas sueña uno», pensó.
Miró alrededor y por la puerta
abierta vio que comenzaba a amanecer.
«Hay que despertar a la gente», pensó, «es hora de ponernos en camino.» Se
levantó, despertó al trabajador que había ido con él y que estaba durmiendo en
su carreta, le ordenó enganchar los caballos y fue a despertar a los bashkiros.
-Es hora de ir a la estepa a medir la tierra -les dijo. Los bashkiros se
levantaron y formaron un grupo; llegó el jefe. Los bashkiros comenzaron de
nuevo a beber kumis; le ofrecieron una taza de té a Pajom, pero éste no quiso
perder tiempo. -Si hay que ir, vamos de una vez -dijo-; ya es hora.
VIII
Los
bashkiros se prepararon y, unos a caballo y otros en carretas, se pusieron en
marcha. Pajom y el trabajador que lo acompañaba iban en su carreta y llevaban consigo
una pala. Cuando llegaron a la estepa, la aurora estaba despuntando. Subieron a
un cerro (que los bashkiros llaman shijan), bajaron de las carretas y de los
caballos, y formaron un grupo. El jefe se acercó a Pajom y, extendiendo los
brazos hacia la llanura, dijo: -Ahí la tienes, todo lo que tus ojos alcanzan a
ver es nuestro. Escoge lo que quieras. Los ojos de Pajom se encendieron: toda
la tierra era de barbecho, regular como la palma de la mano, negra como la
semilla de amapola, y donde había algún pequeño valle, la hierba era de
diversos tipos y crecía hasta la altura del pecho. El jefe se quitó la gorra de
zorro y la colocó sobre la tierra. -Ésta será la señal. Parte de aquí y vuelve
a este mismo sitio. Todo lo que hayas abarcado será tuyo.
Pajom sacó el dinero, lo puso en
la gorra, se quitó el caftán, y se quedó en psdiovka. Se ciñó más
estrechamente la faja por debajo del estómago, se enderezó, se metió en el
pecho de la podiovka una bolsita con pan, ató una cantimplora con agua a su
faja, estiró la parte de arriba de sus botas, cogió la pala que sostenía su trabajador y se preparó para
salir. Durante unos momentos dudó sobre qué dirección tomar: todo era tentador.
«Es lo mismo», pensó «me dirigiré
hacia la salida del sol.»
Se puso de cara al sol, se estiró
y esperó a que éste apareciera en el horizonte.
«No debo perder tiempo», pensó.
«Es más fácil caminar mientras aún no hace calor.»
En cuanto apareció el sol, Pajom
se echó la pala al hombro y se dirigió hacia la estepa.
Al principio no caminaba ni muy
rápida ni muy lentamente. Cuando ya había andado una versta se detuvo, cavó un
agujero y colocó un montón de hierba para que se viera con mayor facilidad.
Siguió adelante. Ahora su cuerpo se encontraba más suelto, así que apresuró el
paso. Se alejó un poco más y cavó otro agujero.
Pajom miró hacia atrás.. El cerro
se distinguía claramente a la luz del sol; allí estaba la gente y las ruedas de
las carretas brillaban. Pajom calculó que había recorrido unas cinco verstas.
Comenzó a sentirse acalorado, se quitó la podiovka, se la echó al hombro y
siguió adelante. Se alejó unas cinco verstas más. Hacía calor. Miró hacia el
sol y se dio cuenta de que era hora de desayunar.
«Ha pasado la primera tanda, pero
un día tiene cuatro, y todavía es temprano para cambiar de dirección. Lo que
voy a hacer es descalzarme», se dijo a sí mismo.
Se sentó, se descalzó, colgó las
botas de su cinturón y siguió adelante. Ahora caminaba con facilidad.
«Recorreré unas cinco verstas más
y entonces giraré a la izquierda», pensó. «Es un lugar muy bueno, sería una
lástima perderlo. Cuanto más me alejo, mejor parece ser la tierra.»
Siguió caminando en línea recta,
y cuando miró hacia atrás, el cerro apenas se distinguía, las personas parecían
hormigas y él sólo veía algo que brillaba al sol.
«Bueno», pensó Pajom, «por este
lado ya he abarcado suficiente; ha llegado el momento de girar. Además estoy
empapado en sudor y tengo mucha sed.»
Se detuvo y cavó un agujero
grande, puso las señales de hierba, desató su cantimplora, sació la sed y giró
completamente a la izquierda. Caminó y caminó; la hierba ahora era alta
S' hacía ya mucho calor.
Pajom comenzó a sentirse cansado;
miró el sol y vio que era la hora de la comida.
«Bueno», pensó, «me tomaré un
descanso.»
Detuvo, pues, su marcha y se
sentó. Comió un poco de pan y bebió un poco de agua, pero no quiso acostarse:
pensaba que si se acostaba se quedaría dormido. Se quedó un rato sentado y,
luego volvió a emprender el camino. Al principio andaba sin dificultad. Con la
comida había repuesto fuerzas. Pero hacía muchísimo calor y se sentía
soñoliento; sin embargo, siguió cami-nando. Pensaba: «Aguantar ahora una hora y
vivir después un siglo.»
Caminó mucho también en esta
dirección, y estaba a punto de girar nuevamente a la izquierda, cuando
descubrió una pequeña llanura virgen.
«Sería una lástima dejarla»,
pensó. «El lino crecerá muy bien aquí.»
Así que continuó en línea recta.
Abarcó toda la llanura, cavó un agujero al final y sólo entonces giró por
segunda vez. Pajom miró hacia el cerro: el calor hacía ver borroso y a través
de la calina apenas se veía a la gente en el cerro: debían de estar a unas
quince verstas.
«Vaya», pensó Pajom, «he hecho
estos dos lados demasiado largos; el próximo debo hacerlo más corto.»
Se encaminó por el tercer lado y
comenzó a acelerar el paso. Miró hacia el sol y vio que la hora de la merienda
se acercaba y él apenas había recorrido unas dos verstas por este tercer
costado. Le quedaban unas quince verstas hasta la meta.
«No», pensó, «aunque la finca
quede torcida, a partir de ahora debo apresurarme a volver en línea recta. Para
qué abarcar más de lo necesario. Ya así tengo mucha tierra.»
Pajom se apresuró a cavar el
agujero y tomó, resueltamente, la dirección del cerro.
Pajom iba resuelto hacia el
cerro, pero ahora le costaba trabajo caminar. Estaba empapado en sudor, se
había hecho daño y cortes en los pies descalzos y las piernas comenzaban a
fallarle Quería descansar, pero era imposible si pretendía llegar antes del
ocaso. El sol no espera, y cada vez estaba más bajo.
«Ah», pensó, «¡si no hubiera
querido abarcar tanto! ¿Y si no llego a tiempo?»
Miró hacia el cerro; luego miró
al sol: todavía le faltaba mucho para llegar a la meta y el sol ya estaba cerca
del horizonte. Pajom siguió andando, le costaba mucho caminar, pero cada vez
apresuraba más el paso. Caminaba y caminaba y el cerro seguía estando lejos;
echó a correr. Arrojó la podiovka, las botas, la cantimplora y la gorra;
conservó únicamente la pala para apoyarse en ella.
«Ah», pensó, «he querido abarcar
demasiado y lo he echado todo a perder; no llegaré antes del ocaso.»
El miedo le dificultó aún más la
respiración. Pajom siguió corriendo, la camisa y los pantalones se le pegaban
al cuerpo a causa del sudor, tenía la boca seca. El pecho trabajaba como el
fuelle de un herrero, el corazón golpeaba como un martillo, las, piernas le
parecían ajenas, se doblaban. Pajom sintió terror y pensó: «Ojalá no me muera
por el esfuerzo.»
Tenía miedo de morir, pero no
podía detenerse.
«He corrido ya tanto», pensó,
«que si ahora me detengo dirán que soy un tonto.»
Así que corrió y corrió y se
acercó tanto que oía a los bashkiros dar alaridos y dirigir sus gritos hacia
él, y aquellos gritos hacían que el corazón se le inflamara aún más. Pajom
corría con sus últimas fuerzas.
El sol, ya muy cerca del
horizonte, se adentró en la niebla y, se volvió grande, rojo, sangriento.
Estaba a punto de ocultarse. Le faltaba ya muy poco; también faltaba poco para
la meta. Pajom ya veía a la gente en el cerro agitando los brazos, animándolo a
darse prisa. Vio la gorra de piel de zorro en la tierra y el dinero que estaba
en ella; también vio al jefe, sentado en el suelo, sujetándose la barriga con
las dos manos. Pajom se acordó de su sueño.
«Hay mucha tierra», pensó, «pero
¿me permitirá Dios vivir en ella? ¡He echado a perder mi vida! ¡Jamás alcanzaré
la meta! Pajom echó un vistazo al sol, que ya tocaba la tiera; un extremo había
comenzado a ocultarse. Aceleró con sus últimas fuerzas, echó el cuerpo hacia
delante; las piernas a duras penas, tenían tiempo de colocarse en su sitio para
impedir que cayera. En cuanto Pajom llegó al cerro, comenzó a oscurecer. Miró
hacia el horizone y vio que el sol se había ocultado. Lanzó un grito. «¡Todo mi esfuerzo ha sido inútil», pensó,
y estuvo a punto de detenerse, pero oyó que los bashkiros seguían aullando;
entonces recordó que, aunque para él, desde abajo, el sol ya se había puesto,
los que estaban en el cerro todavía lo veían. Pajom tomó aliento y corrió hacia
la cima. En el cerro todavía estaba claro. Pajom llegó corriendo y vio la
gorra. Frente a la gorra estaba sentado el jefe, se reía a carcajadas,
sujetándose la barriga con las manos. Pajom recordó nuevamente su sueño y dejó
escapar un gemido; las piernas se le doblaron, cayó hacia delante y rozó la
gorra con las manos.
-¡Bravo! -gritó el jefe-. ¡Has
ganado mucha tierra!
El trabajador de Pajom se acercó,
quiso levantarlo, y en ese momento vio que le salía sangre por la boca. Pajom
estaba muerto.
Los bashkiros chasquearon la lengua como muestra de piedad.
El trabajador recogió la pala,
cavó una tumba lo suficientemente grande para que Pajom cupiera, y lo enterró.
Dos metros de la cabeza a los pies. Eso era todo lo que necesitaba.
volost: Juzgado
Versta: medida equivalente a
1,06 km.
Psdiovka:Tipo de abrigo.
Desiatina: es una antigua
medida rusa de superficie, equivalente a 109 hectáreas (109.000 m2).
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