Oriana Fallaci
A quien no teme la duda. A quien se pregunta los porqué sin descanso y a costa de sufrir, de morir.
A quien se plantea el dilema de dar la vida o negarla está dedicado este libro de una mujer para todas las mujeres
Anoche supe que existías: una gota de vida que se escapó de la nada. Yo estaba con los ojos abiertos de par en par en la oscuridad y, de pronto, en esa oscuridad, se encendió un relámpago de certeza: sí, ahí estabas. Existías. Fue como sentir en el pecho un disparo de fusil.
Se me detuvo el corazón. Y cuando reanudó su latido con sordos retumbos, cañonazos de asombro, me di cuenta de que estaba cayendo en un pozo donde todo era inseguro y terrorífico. Ahora me hallo aquí, encerrada bajo llave en un miedo que me empapa el rostro, los cabellos y los pensamientos. Y en este miedo me pierdo. Trata de comprender: no es miedo a los demás, que no me preocupan. No es miedo a Dios, en quien no creo, ni al dolor, que no temo. Es miedo de ti, del azar que te ha arrancado de la nada para adherirte a mi vientre. Nunca he estado preparada para recibirte, aunque te he deseado mucho. Siempre me he planteado esta atroz pregunta: ¿y si no te gustara nacer? Y si un día tú me lo reprocharas gritando: “¿Quién te ha pedido que me trajeras al mundo, por qué me has traído, por qué?” ¡La vida es tan ardua, niño! Es una guerra que se repite cada día, y sus momentos de alegría son breves paréntesis que se pagan a elevado precio. ¿Cómo sabré que no sería más justo eliminarte; cómo sabré que no prefieres ser devuelto al silencio? Tú no puedes hablarme. Tu gota de vida es tan sólo un nudo de células apenas comenzadas. Tal vez ni siquiera es vida, sino posibilidad de vida. Y, sin embargo, no sé qué daría para que pudieras ayudarme con un gesto, un indicio. Mi madre sostiene que yo se lo di, y por eso me trajo al mundo.
Mi madre no me quería, ¿sabes? Yo empecé por error, por un instante de distracción ajena. Y, a fin de que no naciera, todas las noches mi madre diluía en el agua una medicina. Luego la bebía, llorando. La bebió hasta la noche en que me moví, dentro de su vientre, y le solté un puntapié para decirle que no me arrojase. Se estaba llevando la copa a los labios. En seguida la apartó y derramó su contenido en el suelo. Algunos meses después, yo me revolcaba al sol, victoriosa. Ignoro si eso ha sido un bien o un mal. Cuando me siento feliz pienso que ha sido un bien; cuando me siento infeliz creo que ha sido un mal. No obstante, incluso cuando soy desdichada, pienso que me disgustaría no haber nacido, porque nada es peor que la nada. Yo, te lo repito, no tengo miedo al dolor. El dolor nace y crece con nosotros, y uno se acostumbra a él como al hecho de tener dos brazos y dos piernas. En el fondo, tampoco tengo miedo de morir, porque si uno muere significa que ha nacido, que ha salido de la nada. Yo temo la nada, el no estar aquí, el tener que admitir no haber existido, aunque sólo sea por casualidad, por error, por una distracción ajena. Muchas mujeres se preguntan: ¿por qué traer un hijo al mundo? ¿Para que tenga hambre, para que pase frío, para que sufra traiciones y ofensas, para que muera avasallado por la guerra o por una enfermedad? Y niegan la esperanza de que su hambre sea aplacada, de que su frío se desvanezca al calor, de que no carezca de fidelidad y respeto, de que viva largos años para tratar de borrar las enfermedades y la guerra. Quizás esas mujeres tengan razón. Pero ¿hay que preferir la nada al sufrimiento? Yo, hasta en las pausas en que lloro sobre mis fracasos, mis desilusiones y mis dolores, llego a la conclusión de que sufrir es preferible siempre a la nada. Y si amplío esta conclusión a la vida toda, al dilema de nacer o no nacer, termino por exclamar que nacer es mejor que no nacer. Sin embargo, ¿resulta lícito imponerte a ti ese razonamiento? ¿No equivale a traerte al mundo basándome tan sólo en mi convicción? Eso no me interesa, tanto más cuanto que no te necesito para nada.
* * *
No me has dado puntapiés; no me has enviado respuestas. Pero ¿cómo hubieras podido hacerlo? ¡Eres tan poca cosa! Si yo le pidiera al doctor que confirmara tu presencia, sonreiría burlón. Sin embargo, he tomado una decisión por ti: nacerás. Lo decidí tras haberte visto fotografiado. No era precisamente tu retrato, claro está; se trataba del grabado de un embrión cualquiera de tres semanas, publicado en un periódico para ilustrar un reportaje acerca de cómo se forma la vida. Y, mientras lo miraba, se me pasó el miedo con la misma rapidez con que me había invadido. Parecías una flor misteriosa, una orquídea transparente. En la parte superior se notaba una especie de cabeza con dos protuberancias que se convertirán en cerebro. Más abajo, como una cavidad que se transformará en boca. El texto correspondiente explica que a las tres semanas eres casi invisible: mides dos milímetros y medio. Y, sin embargo, crece en ti un atisbo de ojos, y algo que se asemeja a una columna vertebral, a un sistema nervioso, a un estómago, a un hígado, a unos intestinos, a unos pulmones Tu corazón ya está formado, y es grande: comparado con el mío, proporcionalmente, nueve veces mayor. Bombea sangre y late con regularidad desde el decimoctavo día: ¿cómo podría yo suprimirte? ¿Qué me importa si has comenzado por casualidad o por error? ¿Acaso el mundo en que estamos no comenzó también por casualidad y tal vez por error? Algunos sostienen que en un principio no había nada excepto una gran calma, un absoluto silencio inmóvil. Después, se produjo una chispa, un desgarrón, y lo que no era fue. A ese desgarrón pronto le siguieron otro y otro: cada vez más inesperados, más insensatos, de más imprevisibles consecuencias. Y una de tales consecuencias fue que brotó una célula, también por azar, tal vez por error, que en seguida se multiplicó por millones, por miles de millones, hasta que nacieron los árboles, los peces y los hombres. ¿Tú crees que alguien se planteó un dilema antes del estallido o de la célula? ¿Crees que se preguntó si aquello gustaría o no? ¿Crees que se preocupó por el hambre, el frío o la infelicidad? Yo no lo creo. Incluso si ese alguien hubiese existido -por ejemplo, un Dios que podamos considerar primer principio, más allá del tiempo y del espacio-, me temo que no se habría ocupado del bien y del mal. Todo ocurrió porque podía ocurrir; por tanto, tenía que ocurrir, según una prepotencia que era la única legítima. Y el argumento vale en lo que a ti se refiere. Asumo yo la responsabilidad de la elección.
Y la asumo sin egoísmo, niño; traerte al mundo, te lo juro, no me divierte. No me veo caminando por la calle con el vientre hinchado; no me imagino amamantándote, lavándote y enseñándote a hablar. Soy una mujer que trabaja, y tengo muchos otros compromisos y curiosidades; ya te dije que no te necesito. Pero, de todos modos, llevaré adelante tu gestación, te guste o no. Te impondré esa prepotencia que nos impusieron también a mí, a mis padres, a mis abuelos, a los abuelos de mis abuelos, y así hasta el primer ser humano parido por otro, le gustara o no. Si a aquél o aquélla se le hubiese permitido elegir, probablemente habría respondido, asustado: no, no quiero nacer. Pero nadie le preguntó su opinión, y así nació, vivió y murió tras haber parido otro ser humano al que no pidió tampoco su parecer, y el ciclo prosiguió durante millones de años, hasta nosotros. Cada vez se trató de una prepotencia sin la cual no existiríamos. ¿Crees que la semilla de un árbol no necesita coraje cuando perfora la tierra y germina? Bastan una ráfaga de viento para desprendería, y la patita de un ratón para aplastarla. Sin embargo, germina, resiste y crece, derramando otras semillas, hasta convertirse en bosque. Si tú gritas un día: “¿Por qué me has traído al mundo, por qué?”; yo te habré de responder: “Hice lo que han hecho y siguen haciendo los árboles durante millones y millones de años, y creí obrar bien”.
Lo importante consiste en no cambiar de idea al recordar que los hombres no son árboles; que el sufrimiento de un ser humano supera mil veces el de un árbol porque es consciente; que a ninguno de nosotros le beneficia el convertirse en bosque; que no todas las semillas de los árboles generan nuevos árboles: en su inmensa mayoría se pierden. Semejante cambio de idea es muy posible, niño: nuestra lógica está llena de contradicciones. Apenas afirmas una cosa ya ves su contraria. Y hasta puede ocurrir que te des cuenta de que lo contrario es tan válido como lo que antes afirmabas. El razonamiento que acabo de hacer podría invertirse con un simple castañeteo de los dedos. En efecto, así es; ya me siento confundida, desorientada. Tal vez porque no puedo confiarle todo esto a nadie, salvo a ti. Soy una mujer que ha elegido vivir sola. Tu padre no vive conmigo. Y no lo lamento, aunque, de vez en cuando, mi mirada busca la puerta por la cual salió, con su paso firme, sin que yo lo detuviera, como si ya no tuviéramos nada que decirnos.
*Titulo Original: Lettera a un bambino mai nato
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