Por Jesús Rito García
Después de enterarme de la muerte de Hugo Chávez, el mítico
y controvertido presidente de la República Bolivariana de Venezuela, sólo me
vino a la mente la crónica que hizo mi amigo Carlos Adampol Galindo en su viaje
por Sudamérica, en aquél año el pueblo venezolano estaba enfrascado en las
votaciones de un “sí o no” para unas reformas a la constitución promovida por
Chávez. La derecha y la izquierda en todo su esplendor utilizaban todos sus
recursos y argumentos para manifestarse. En verdad he disfrutado tanto la
crónica de Carlos, que aquí va una muestra:
“A Caracas llegamos una mañana, tres días antes del referendo, el día del cierre de campaña a favor del NO. Roberto Campos, amablemente nos recibió en su casa, un departamento con una gran vista sobre la ciudad en el barrio de Chacaito, desde ahí apenas nos instalábamos cuando vimos a la gente reuniéndose por las calles. Se preparaban para la gran marcha en contra de la reforma. Miles de personas poco a poco fueron llenando las calles de la ciudad al grito de NO, ASÍ NO. Bajamos enseguida y nos integramos a la marcha. Las situaciones más raras, el mundo de cabeza, estudiantes, maestros, intelectuales, todo tipo de gente que se esperaría ver en las filas de la izquierda, aquí van luchando por su libertad, por sus derechos, y por supuesto, por su derecha. Platico con algunos, me cuentan historias de terror sobre Chávez y su socialismo. Que con la reforma podrían perder hasta la patria potestad de sus hijos, la propiedad privada desaparecería, que Chávez sólo quiere perpetuarse en el poder, que la jornada laboral se reduciría a 6 horas pero las restantes tendrían que ser regaladas al gobierno a través de trabajo comunitario, historias que hablaban hasta de la relación de Chávez con la santería cubana, ritos sangrientos en la casa presidencial, y brujos aconsejándolo sobre el futuro de Venezuela. Ese día la Avenida Bolívar se llenó a reventar de un NO inmenso, impenetrable, un monstruo de cien mil cabezas y una voz de una sola sílaba.
Llegamos a casa, tarde, cansados, prendimos la tele. El
canal oficial mostraba una Avenida Bolívar semivacía, en descarada manipulación
habían grabado imágenes antes de la marcha y las transmitieron durante todo el
día una y otra vez.
A la mañana siguiente nos fuimos a la marcha por el SI. La
otra mitad del país estaba ahí, familias enteras, las clases populares, la
burocracia completa vino en camiones de todas partes para apoyar a Chávez, tres
horas de espera, la gente seguía llegando, entre codazos y empujones me acerqué
al frente, dos horas más, todos enardecidos por ver a Chávez hasta que por fin
llegó avanzando lentamente en un camión entre la multitud, todos gritando, una
estrella de rock, las madres le dan a sus bebes para que los cargue, los bese,
se acercan a tocarlo. Sin discurso preparado, se para ahí, al frente de
doscientas o trescientas mil personas, mira a todos un instante, sonríe, habla
de la bella tarde, de sus recuerdos de infancia. Es un gran orador, cuenta historias,
hace reír a la gente, se enoja, despotrica un rato contra Bush y sus enemigos
imperialistas. Dos horas de discurso y no se puede dejar de escucharlo. Para
cerrar, una frase que permanece en el aire. Si quieren que me quede 7 años más,
me quedo, ustedes dicen, si quieren que me quede 50 años, me quedo 50, hasta
que ustedes digan yo seguiré aquí. Todos gritan enloquecidos y lo apoyan
incondicionalmente, beben cerveza, es una fiesta.”
En Venezuela existe un Hugo Chávez bueno y uno malo. Uno que
impide a las televisoras tener el control de lo que ven los ciudadanos, como lo
hacen en México; y otro Chávez que permitía todo tipo de corrupción. Un Chávez
populista, pero que al fin y al cabo hizo crecer a su país; otro que impidió a
los venezolanos que no estaban de acuerdo con él, se pudieran manifestar,
exigir sus derechos. Queramos o no, visto como un dictador, una estrella de
rock, un bandido, un libertador, un villano o un revolucionario; Hugo Chávez ya
forma parte de la historia de nuestra América, con sus desatinos y sus virtudes
que lo han hecho trascender; no como sucede en México, donde los últimos
presidentes sólo han formado parte de una “historia gris” de entreguismo y
desencanto.
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