David Lecona/Blanca Padilla
La luz del cuarto se apaga, comienzas a desnudarme lentamente. Por más que trato no puedo contener la excitación que se me revuelve por dentro. Se dará cuenta de mi excitación, pienso, mientras mi respiración turbia y ahogada me delata. No debemos. Mi voz, apagada, es sepultada por ese silencio cómplice que retumba en el cuarto de hotel que hemos alquilado para desahogar tantas cosas sentidas.
Me acosabas tanto entonces, me provocabas, o por lo menos eso pretendías. Yo no cedía, procuré mantenerme distante, nunca indiferente. Y qué si tengo ganas de hacerte mía, decías, y yo respondía a tus desatinadas frases con sonoras carcajadas y desaprobaciones de cabeza. Pero es que no ves, no es inteligente lo que piensas. Tú lo sabías, no era inteligente, y allí radicaba el meollo del asunto, no era una cuestión de inteligencia ni de razones, sino de deseos y pasiones contenidas.
Me diste a leer tantos cuentos, poemas, relatos, todos eróticos, poco a poco más explícitos. Algunos seguramente habían salido de tus constantes sueños húmedos, de tus secretas fantasías sexuales. A mí, por las noches, me invadían fantasmas que acudían para atormentarme con imágenes impasibles e imposibles, con colores y sonidos, destellos de una realidad probable, deseable pero lejana.
Yo te veía entonces con una mezcla de admiración y desconcierto que tal vez tomaste como un gesto favorable a tus propósitos. Me observabas cada vez con mayor interés, como aquella vez en Cuernavaca cuando no pudiste ocultar una erección bajo tus shorts mientras platicábamos a la orilla de la piscina. No me veías, me devorabas con la mirada. Me divertí tanto, tuviste que recostarte boca abajo sobre el pasto para ocultarte, mientras te corroía el coraje por no poder acercarte más a mí. Aunque, lo hacías de cualquier forma, y yo fingía no advertirlo. Buscabas cualquier pretexto para poner tus manos en mi cintura, mis hombros, mi cabello. Tu mirada hurgaba entre mis senos.
Tú ya estás desnudo y diriges mi mano a tu sexo, tiemblo ante tanto deseo. Ahora ya no es un juego, es tan cierto, tan real, estamos escribiendo una página que jamás podrá ser borrada. Cuando me decías que querías estar dentro de mí toda la vida yo no sabía que decir y tú sonreías y me decías más cosas al oído.
Todo fue como sin querer al principio, una simple atracción pero luego se transformó en esta pasión irrefrenable, enamoramiento, obsesión. Yo era tan jovial, alegre, irreverente. Luego cambié tanto con la muerte de Beatriz, mi hermana, mi única hermana. Se cancelaron los juegos, las sonrisas, los comentarios vivos, las miradas lúbricas, mi descarado coqueteo. Tirada al llanto, encerrada en la habitación, vedada para los amigos, me transformaba en un muro infranqueable. Allí cambió todo, surgieron muchos sentimientos más. Mientras yo me hundía, tú hiciste todo por sacarme del pozo en que me hallaba perdida. Descubrí tu ternura y quizá... la mía, sin embargo, el dolor me hacía no apreciarlo del todo. Dos años de espera paciente, y mi espíritu resurgía.
Quiero prender la luz un momento, quiero mirarte a los ojos mientras me penetras. Siente cómo somos uno solo, susurras en medio de gemidos. Jadeo y muevo las caderas, al ritmo de las tuyas, como en un baile mil veces ensayado. Mi humedad me rebasa y nuestras bocas se roban los alientos. Muerdo tus hombros y clavo mis uñas en tu espalda con desesperación. Quiero sentirte todo dentro de mí. Imagino que puede entrar todo tu cuerpo en el mío, no sé cómo, sólo quiero abrirme toda y recibirte.
La oscuridad ya es demasiado espesa, ya no hay jadeos, ni gemidos, no hay nada y lo hay todo, dos cuerpos satisfechos, por el momento, de esa hambre infinita que es principio de la vida, el placer en su estado más puro, primitivo y misterioso.
Ya no somos los mismos, ya no lo seremos nunca, ya no seré más para ti aquella imposible chica, ya no eres para mí ese hombre prohibido de hace algunos años cuando te llamaba primo.
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