Mañana
Se
detuvo unos segundos antes de asomar el cuerpo por el zaguán. Miró a un lado y a
otro, la calle estaba desierta así que se animó a salir. Los tacones de sus
zapatillas resonaron por la banqueta. Caminaba esquivando los charcos que la
lluvia de la noche anterior había dejado.
Cuando
se alejó lo suficiente, como para comenzar a sentir alivio, escuchó una ronca voz.
Quihubo princesa. Era el Boby, sonreía
sarcástico arrojando un aro de humo por la boca. En la mano izquierda blandía un
cigarrillo de marihuana. Con el dedo índice señaló las zapatillas, rojas y
lustrosas. Y esas pantuflas, a poco ya te
vas a la cama golfilla. Lo barrió con la mirada y siguió caminando. Había
decidido que ese día nada, ni nadie le haría perder los estribos.
Llegó
a la parada del microbús y mientras esperaba miró algunos periódicos en el
puesto de revistas. La guerra en Irak continuaba. El rostro adusto de un árabe
portando un kalashnikov encabezaba las
ocho columnas de un diario. La piel morena -herencia del sol quemante del
desierto-, las barbas luengas y crespas, los ojos amenazantes. A mí desde luego que me ejecutaban en la
plaza pública, pensó, recordando a los talibanes de Afganistán. Un
escalofrío recorrió su espalda. El claxon del microbús – la melodía de la
película “El Padrino” – se escuchó a lo lejos. Subió y se acomodó en uno de los
asientos traseros. Una pareja de novios miró de reojo, luego murmuraron. No le
importó, sacó de su bolso un cuaderno de notas y extrajo una postal con la
imagen de la quebrada de Acapulco. Leyó el dorso.
Querido
José:
Estoy finalmente en la ciudad, no sabes
cuantas ganas tenía de estar de nuevo en casa, he decidido que no vale la pena
seguir ocultando lo que siento, tarde o temprano lo sabrá todo el mundo, no
importa cuán lejos esté. En fin, te mando saludos y besos, con mucho amor como
siempre.
Lupe
Lanzó
un suspiró y reflexionó si no habría exagerado al escribir lo último. Una
violenta sacudida terminó con sus cavilaciones. Una mentada de madre y un “fíjate güey” hicieron que volviera a la tierra.
El chofer del microbús subió el volumen del radio. Los acordes de la cumbia de
moda “La negra sabrosa” hicieron retumbar los vidrios del vehículo. Se levantó
y tocó el timbre cuando el micro paró frente al metro La Villa. En el camellón
una peregrinación se desbordaba. Venían de Michoacán, una manta lo anunciaba.
En la vanguardia del grupo arreciaba el estruendo de tambores y trompetas que
una orquesta imponía sobre el trajín urbano. Reparó en los rostros indígenas de
los peregrinos, raídos los pantalones, sucias las camisetas, los paliacates
sudorosos. Habían caminado horas o quizás días en pos de algún favor de la guadalupana. Los puestos
desperdigados en la explanada de la Basílica de Guadalupe ofrecían figuras de
santos, crucifijos, inciensos, escapularios, rosarios y todo tipo de imágenes
religiosas. Se abrió paso entre el gentío y observó la Basílica Antigua: caía
sobre uno de sus flancos, recelosa, abatida por el paso de los años. Una leve
inclinación mostraba su deterioro, su constante hundimiento. A un lado,
imponente, moderna, la Basílica Nueva se alzaba verde y majestuosa.
Mediodía
A
las doce en punto las campanas de la Basílica Nueva retumbaron por todo lo
alto. Observó las palomas volar, parvadas escapaban del poderoso repique de
campanas, dejando tras de sí los restos de pan que turistas y peregrinos arrojaban.
Se inclinó frente a una de las puertas de entrada, se persignó y rezó en voz
baja un ave maría y un padre nuestro. Respiró hondo y caminó en dirección al
atrio. Encontró una banca vacía justo frente a la imagen de la Virgen. Se sentó
y advirtió la presencia de unos peregrinos a su lado. Miraban sin disimulo, la
intriga en sus ojos, murmuraban en lengua indígena, parecían asustados. Comprendió
qué los perturbaba. Con un movimiento rápido de manos acomodó el sujetador
volviéndolo a su posición original. Los colores se le subieron al rostro y
decidió cambiar de sitio. Dios, qué vergüenza,
se dijo, plantándose en una esquina del ancho pasillo que comunicaba los
accesos interiores del enorme edificio. Sintió hambre, más un repentino
sentimiento de culpa sobrevino. Debo
mantener la forma, conservar la línea para José. Caminó al altar y se
hincó. Rezó un padre nuestro y después con voz apenas audible dijo: querida virgencita, he venido a pedir tu
favor. Quiero que sepas que dejaré de ocultar lo que siento. Sé que tú me entiendes,
eres la única que puede juzgarme. Nadie más. He llorado mucho, he pasado días terribles, sin embargo ahora me
he armado de valor y soportaré lo que venga. Gracias virgencita. Tras
esto se dirigió a uno de los confesionarios. La fila de pecadores esperando era
vasta pero no se desanimó y decidió esperar su turno. Una hora pasó antes de
que pudiera obtener la confesión. Luego, salió de la Basílica con lágrimas en
los ojos, triste, con la humillación sobre su espalda.
Tarde
Tomó
un microbús para volver a casa pero apenas avanzadas unas cuadras decidió
bajarse. El maquillaje -disuelto por el llanto- cubría su rostro. Trataba de
controlarse, no obstante el recuerdo del sacerdote y sus recriminaciones en el
confesionario lo hacía imposible. Pero es
que no te das cuenta, eres una persona enferma. Viniendo aquí solamente haces
más grande tu pecado. Es una falta de respeto que aparezcas en estas fachas,
eres una vergüenza para ti y los que te quieren.
Caminaba
arrastrando los pies, mirando el suelo. Frente a una casa de ventanas rojas un
perro se le acercó moviendo la cola. El hambre que asomaba en sus ojos le dio
fuerzas para sacar un pañuelo del que extrajo una galleta y se la arrojó. En su
cara una sonrisa tímida parecía nacer. El
pecado de la lujuria es grave, entiende, tu alma se perderá si no te
arrepientes, volvió a recordar.
Apretó
el bolso contra su pecho, la aflicción transformada en pucheros cortaba su
respiración. Recordó aquel día de reyes magos en el que la emoción le había provocado
una euforia traicionera. Había abierto los regalos sin esperar el permiso de
papá. El respondió con una tunda de cinturonazos por haber cogido las muñecas
de Citlali, su hermana menor. Desde entonces el karate había sido la actividad
elegida como remedio. Al fallar esta opción habían decidido su incorporación a
un equipo de fútbol. Todo en vano, no obstante.
Se
detuvo frente a una gran tienda de Peralvillo, miró por un rato la linda ropa
que ahí exhibían y lentamente se encaminó a casa. El Barrio Bravo nacía en el Eje 2, con
su interminable trajín de motos, autos y griterío humano.
Pasó
de largo por uno de los callejones de la calle Soledad. El recuerdo ingrato de
su primera experiencia sexual le llegó de pronto. Había sido en su cumpleaños
número quince. El “Floro” había sido el culpable. Llegó a la azotea de un edificio
vecino mediante un engaño, la promesa de un regalo. Tras once años de aquello
aun podía sentir la respiración jadeante del “Floro” enchinándole la piel de
cuello y espalda. Nadie se había enterado, o al menos eso creía. La gente desde
aquél día había comenzado a portarse de forma extraña.
Al
“Floro” lo habían matado diez meses después en un ajuste de cuentas entre
bandas. Sucesos como ese eran moneda corriente en el barrio. Tiempo después se
había enamorado de uno de sus vecinos apodado “el gato”. Pero cuando éste se
dio cuenta de quién era la persona que le mandaba las cartas secretas se
indignó tanto que juró que un día le daría muerte. Para su fortuna esto jamás
sucedería debido a la intervención oportuna de otra banda.
Noche
Regresó
a casa. Quiso bañarse antes de dormir. Se desvistió poco a poco, con parsimonia
que denotaba tristeza. Sin ropa, frente al espejo, miró el objeto de su ruina,
abominable, maldito entre sus piernas. Fue entonces que lo pensó de pronto, como
en un sueño.
Preparó
la bañera y de una gaveta de la cocina tomó las pastillas que solía tomar para
dominar el insomnio, se las había recomendado hacía unos meses Leticia, su
vecina. A diferencia de todos en el barrio, Leticia siempre había sido benévola
y generosa con aquéllos huérfanos de afecto. Contó una docena y media de
pastillas y las tomó con un vaso de agua. Al paso de los minutos comenzaron a
hacer efecto, su cuerpo se tornaba lento y pesado. Un sabor amargo le invadió
boca y garganta. Tomó unas tijeras de costura y se tendió en la bañera, el agua
tibia relajaba aun más su cuerpo. Lloró en silencio, las lágrimas le cruzaban
las mejillas. Había deseado ser alguien diferente, pero la vida era solamente
una, inextricable, dura e incomprensible. Tomó un poco de mezcal de la botella
que Leticia había traído de su última visita a Oaxaca y apuró de un trago un
tercio de la botella. Las manos le temblaban, pero la certeza de lo inevitable
le confortó. Hasta nunca Lupe.
Leticia
se abrió paso entre la gente. Una ambulancia enloquecía con su sirena a los
vecinos que chismosos trataban de observar por encima de los hombros de los
reunidos allí. Leticia buscó entre los curiosos a Luis, o Lupe como gustaba que
le llamaran. Los socorristas salieron cargando una camilla, Leticia logró
acercarse lo suficiente para mirar a quien llevaban. Es un joven, se cercenó el pene en la bañera, lamentablemente murió
desangrado. Cuando Leticia escuchó al paramédico sintió que su garganta se
cerraba, estuvo por un momento a punto de desmayarse. Rompió en llanto y se
alejó de la multitud. Se acercó a casa de Luis, un cuarto con baño y una vieja
cocina. La policía examinaba el lugar. Pudo entrar unos minutos. En la cama,
doblados religiosamente, estaban el vestido y la blusa que Luis le había pedido
prestados el día lunes.
Que interesante, ademas que la narrativa es amena. Me gusto como describes meticulosamente el contorno a la historia y al personaje; siempre he sabido que hay mucho talento y espero ver impreso en un libro tan interesantes historias.
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