Como asesor he cometido muchos errores; no el de creer que en verdad me pagan por dar consejos. En el directorio telefónico y en los registros estadísticos mis datos van a dar al casillero de firmas de servicios profesionales, pero en el medio sabemos bien que nuestro negocio es otro, bastante menos definido, que nace, crece, se reproduce y muere todos los días de modos imprevisibles. Como un cultivo de bacterias. De nosotros se espera que seamos, no necesariamente en este orden, parteros, alimentadores, verdugos y enterradores de proyectos. Y como partero profesional, no suelo sorprenderme ante acercamientos a primera vista extravagantes, como el de aquella mañana de julio.
Era un día normal: el tránsito en
las calles parecía cocodrilo en pantano; el aire, aliento de cirrótico en el
ojo. Isi, mi secretaria me recibió con un curioso mensaje: había llamado, muy
temprano, el doctor Jacinto Otálora, promotor de senilitos. Deseaba concertar
una cita. Isi le había propuesto el siguiente jueves a las once (mi agenda
preveía un partido de tenis a las ocho en el cub del otro extremo de la
ciudad), pero el doctor Otálora prefería un desayuno a las siete donde yo escogiera. Insistió en que se trataba
de un negocio importante.
A mí más bien
me pareció intrigante, así que le pedí a Isi cancelar el tenis y concertar el
desayuno en mi cueva favrita. En seguida, fui al diccionario. No encontré “senilitos”. Consulté las raíces senil, viejo; litos, piedra. ¿Piedras viejas?¿sería el doctor Otálora un traficante
de reliquias arqueológicas? Podía ser: estaban en su apogeo las excavaciones en
el centro de la ciudad: tres o cinco o no se cuantas culturas diferentes habían
amontonado piedras en capas sucesivas, y ahora nosotros considerábamos
indispensable desamontonarlas.
Pero la vigilancia era estrecha. ¿O sería su
blanco la desvalida selva del sureste. Con menos poblados que ciudades
abandonadas y más dioses que habitantes? Pero el saqueo ahí era ya legendario y
nunca había necesitad servicio de consultoría. O podía tratarse de mover
piedras viejas. Recordé a J.P. Morgan y a otros mitos americanos que, en el mejor
estilo del Gran Gatsby, habían trasplantado a sus bien vigilados acres
castillos austríacos o franceses… ¡Por supuesto! Estaba claro: para descubrir
nuestro pasado indígena había sido necesario derribar el pasado reciente,
vetustos edificios de oficinas de los años 30 y 40. Pero esas construcciones,
de cualquier modo, eran ya carne de demolición y no representaban pérdida alguna
en lo histórico y en lo artístico.
El problema estaba en el pasado colonial.
¿Qué pasaría, digamos, cuando se hiciera evidente que las edificaciones del
Templo Mayor se continuaban bajo el palacio del Arzobispado?¿Habría que escoger
entre la Coyolxauhqui y la Guadalupana? No, no habría que hacerlo porque ahí
estaría el ingenioso señor Otálora con su proyecto de traslado de edificios,
piedra por piedra, a ubicaciones menos
comprometidas. Eso era justamente lo que yo entendía por estar en el momento
adecuado con la respuesta correcta.
Ese jueves Belfast, mi úlcera
duodenal, amaneció un tanto inquieta, el tránsito parecía rebaño de hipopótamos
en tierra y el aire era aliento de cirrótico con fiebre, Yo acudía al desayuno
con el ánimo dispuesto a enfrentar la inevitable excitación de todo creador con
ideas. Como a una primípara, sería imprescindible decirle al doctor Otálora que
el suyo era el bebé más notable jamás nacido: maravillosa idea, solución
salomónica, respeto a nuestros dos orígenes, llamado a la cordura para los
ultras del indigenismo y los ultras del hispanismo, etcétera, etcétera. Sin
embargo, abrigaba dudas sobre la practicabilidad de la idea. El doctor iba a
tener que demostrarme que poseía una clara noción del negocio de mover piedras,
En especial esas piedras que , en cierto modo estaban vivas… el palacio del
Arzobispado, por ejemplo era la sede de la Dirección General de Crédito, cuya
importancia era enorme en estas épocas de vulnerabilidad financiera, y cuya mudanza
podría tener sutiles simbolismos políticos. ¿Habría anticipado el señor Otálora
ese tipo de complicaciones? De cualquier manera, yo esperaba que el desayuno
tuviera alguna otra compensación aparte la de evitarme una previsible derrota
más en mi lamentable carrera tenística.
Jacinto Otálora resultó ser
argentino. Su tarjeta de presentación decía: Ph. D., Proyectos Excepcionales.
Aunque casi recién llegado, tenía ensayada perfectamente una letanía para, como
el dijo, “vacunarse contra el prototipo”: no, no estaba a favor ni en contra de
los militares ni del peronismo; no, no creía que Mafalda fuera el compendio de
la sabiduría occidental; n, no era aficionado al futbol; y no, no estaba seguro
de que Bariloche fuese el lugar más hermoso del mundo.
-Aclaradas estas trivialidades,
podemos entrar en materia, ¿le parece?- dijo con una extraña ansiedad.
Ciertamente no actuaba como
ningún otro argentino que hubiera yo conocido hasta entonces; más bien me recordaba a mis bruscos asociados texanos del tipo
sí-o-no-pero-ya . Sólo que aquéllos eran anchos y expansivos como sus propias
torres petroleras, mientras que el argentino parecía una muestra deshidratada
de humanidad. La voz vibrante y los gestos enérgicos desentonaban con ese cuerpo escaso, esa calva incipiente,
esas gafas excesivas y ese desmesurado portafolios de medio uso que pregonaba
una mayor preocupación por los
contenidos que por las formas –acaso un indicio, acaso un señuelo. Detrás de las
gafas, dos ojillos nerviosos se clavaron en mí.
-Usted, supongo, no sabe que es
un senilito. ¿Me equivoco?
Hizo esa pregunta sin asomo
alguno de sarcasmo pero con una seguridad tal que mi orgullo cayó en el gambito y cometí la torpeza de lanzarle mi brillante
deducción sobre el desfile de piedras coloniales, mencionando, desde luego, que
me parecía un proyecto muy original y promisorio si se implementaba
correctamente.
El enérgico hombrecillo me
escuchó impávido. Cuando terminé me dijo secamente:
-Sin ánimo de ofender, encuentro
absurda su idea. Para ahorrar el valioso tiempo de ambos, mejor permítame
explicarle qué es un senilito.
Y se lanzó a una exposición metódica y exacta, como
diseñada por uno de esos prehistóricos expertos en tiempos y movimientos. Pero
aunque fue como contemplar la aburrida precisión de cintas magnéticas, el
discurso del doctor Otálora logró mantener mi atención desde el principio hasta
el fin. El concepto central, insistió, era simple: senilito no era sino la manifestación
tangible de las obsesiones trascendentales de un espíritu angustiado y
poderoso.
-La pirámide que se manda
levantar el faraón, la Gran Muralla China que ordena construir el emperador, el
palacio que el rey hace surgir de la nada, son típicos senilitos –dijo, como recitando,
el doctor Otálora-, son productos del temor ante la cercanía de la muerte, de
la envidia ontológica por los que habrán de sobrevivirle a uno… No sé. Es muy
complejo. Pero no falla. Felipe II, mordido por la sífilis, ordena un senilito:
El Escorial. Y Franco, mordido acaso por oscuros remordimientos, también hace
el suyo, igualmente colosal: el Valle de los Caídos. Para pensadores, hay
senilitos de ideas: los extra, los manuscritos teológicos del anciano Newton,
digamos, o la inconclusa Teoría del Campo Unificado de Einstein, Para
militares, los hay de armas; para soñadores, de poesía. Hay senilitos de
tierra, de oro, de música, de amor, de odio, de dinero, de venganza, de tiempo,
de esperanza, de traición, de letras, de viento… Todos tienen algo en común:
son hijos de la angustia. Piense usted mismo un poco y encontrará cien
ejemplos. Los hay gloriosos: los cantos de cisne de Goethe y de Bethoven: el
Fausto y la Novena. Los hay perversos: tantos testamentos refinadamente
crueles. Los hay elegantes, los hay cursis, los hay frágiles, los hay sensatos,
los hay innovadores (yo me pregunto, pongamos por caso, qué tanto tuvieron de
senilitos el Concilio Vaticano II de Juan XXII y la Revolución Cultural de
Mao). Y hasta los hay francamente grotescos, como la gran cruz de concreto bajo
la que se hizo enterrar en Acapulco aquel Señor Financiero. Eso es un senilito: algo en que
una voluntad poderosa y angustiada vuelca todo su esfuerzo con una esperanza de
trascender a una decadencia que ya le muerde la garganta.
La conclusión del doctor Otálora
era lógica: todos teníamos nuestra decadencia, más pronto o más tarde: todos
nos angustiábamos por ello, en mayor o menor grado; y para conjurar esa
angustia todos estábamos dispuestos a hacer algo, ya fuera sublime o ridículo.
Había, pues, una necesidad. Por tanto, había un mercado: el mercado de los
senilitos. Y ahí era donde entraba Jacinto Otálora, doctor en economía por la
Universidad de Stanford y ex asesor de la UNESCO en proyectos para el
desarrollo del Tercer Mundo.
-Naturalmente, el mercado de los
senilitos, como cualquier otro mercado, debe segmentarse en función de las
variables significativas. Yo he encontrado que tres son las fundamentales para
cada posible cliente: cantidad de poder a su disposición, intensidad de su
voluntad y obsesividad. Esto nos da un modelo de tres dimensiones fácilmente
manejables, en cuyo vértice superior estoy posicionado. Mi mercado es el de los
muy poderosos, muy voluntariosos y muy obsesivos. Sólo hombres; en este mercado
no hay mujeres. Soy el Rolex, e Gucci, el Porsche de la nueva industria de los
senilitos.
Mencionó antecedentes célebres,
como el de Jacques Duchemin, el inescrupuloso publirrelacionista francés que
recibió honores y millones del sanguinario Bokassa, a cambio de suavizar su imagen
en el extranjero y de ayudarle a armar un senilito infame: la más fastuosa
ceremonia de coronación de los últimos siglos.
-Pero esos son simples
oportunistas- aclaró-. Lo mismo que los cortesanos y los aduladores
profesionales. Aprovechan, claro, la ansiedad y el poder ajenos para recoger
las migajas, pero están muy lejos de tener la visión grandiosa que se quiere
para ser un auténtico promotor de senilitos. ¿O usted cree que la idea de los
colonos de Abu Simbel no fue de Ramsés II? ¿O la de Versalles de Luis XIV?
Reflexione: ¿no es humillante que un gran hombre tenga que idear y promover sus
propios senilitos, por falta de imaginación y de capacidad de sus seguidores?
Además es peligroso: piense en Hitler, el mejor cliente de senilitos en toda la
historia. Se propuso, nada menos y entre otros proyectos, que la formación de un
imperio que duraría mil años, la solución definitiva del problema judío, y la
aniquilación total del bolchevismo.
Resultado: cincuenta millones de
muertos. Cuando un buen despacho de promotores de senilitos podría haberle
vendido mejor cincuenta mil ideas constructivas, desde, no sé, transformar la Selva
Negra en el mayor parque zoológico del mundo o hacer un puente de 40 kilómetros
sobre la bahía de Jade, hasta levantar en Munich un rascacielos más alto que el
Empire State o construir una cúpula de plástico que cubriera un radio de de 5
kilómetros alrededor de la puerta de Brandenburgo. Cualquier cosa es buena si
es constructiva. No importa que sea alocada ni que sea un despilfarro. ¿No son
preferibles mil cancillerías de Berlín a una sola guerra? Con diez arquitectos
como Albert Speer, en vez de tanto ayudante criminal, Hitler seguramente habría
convertido a Alemania en una suerte de bodega egipcia para turistas, pero acaso
se hubiera evitado el otro horror.
Los hombres del Renacimiento, que eran
sabios, entendían bien ese fenómeno: propiciaban que sus poderosos fueran
mecenas: sin los proyectos de San Pedro, el irascible Papa Julio II habría
contado con más dinero para hacer sus guerras. En palabras de Napoleón (ese
otro gran cliente de senilitos): las guerras se ganan con tres elementos:
dinero, dinero y más dinero. El promotor de senilitos hace que el dinero, el
Gran Dinero, se vaya a piedras, a papel, a cualquier cosa salvo a destrucción.
Créame, los senilitos son el mejor antídoto de la megalomanía.
Al recitar su bien memorizada perorata,
el doctor Otálora parecía levitar de emoción. Evidentemente se veía a sí mismo
como el fundador de una secta de bienhechores de la humanidad. Con su porcentaje
de participación en las utilidades, por
supuesto. Como si me hubiera leído el pensamiento, el pequeño apóstol volvió
súbitamente a ser el pragmático hombre de negocios.
Bien, al grano. Tengo grandes
planes para realizar aquí en México, y necesito sus servicios.
El trabajo era razonable,
desarrollar el modelo, operarlo en nuestra computadora con los datos reales o
estimados, de nuestros más importantes personajes a escala nacional, para
finalmente producir un diccionario, una especie de Quién es Quién en el Mercado
de Senilitos.
La negociación de honorarios fue
un tanto ardua: el doctor Otálora era muy persuasivo y estuvo a punto de
convencerme de que ya era pago suficiente el prestigio de participar en un
proyecto tan importante como novedoso. Comprendí a tiempo que me estaba
vendiendo un mini-senilito y finalmente pude sostener (casi) las cuotas
normales del despacho.
Cuando salí del restaurante eran
pasadas las once. Yo hacía un recuento mental de las corporaciones y los
holdings que podrían catalogarse como senilitos, Belfast se había apaciguado y
el aire era aliento de cirrótico cansado. Me imaginé poderoso. Más aún:
todopoderoso: Presidente de la República. Haría instalar, desde el Ajusco hasta
el Tepeyac, pasando por el Popo y el Ixta, un sistema de gigantescos
extractores que se encargaran de una vez por todas de la maldición del esmog
que asfixia a esta ciudad, la más poblada que jamás haya conocido la historia.
Durante las siguientes semanas
apenas vi al doctor Otálora, pero el proyecto avanzó a buen ritmo. Debo
reconocer que la preparación del doctor era excelente: coincidíamos prácticamente
en todo. Así, en gran armonía, cubrimos las etapas de definición del modelo, su
formulación matemática, su carga en la computadora y sus corridas de prueba.
Mis ingenieros de sistemas estaban
encantados con ese insólito cliente que les ofrecía respuestas y no objeciones.
En cuanto a él, se mostraba cada día más excitado. Como ejecutivo novato a
punto de entrar por primera vez en la sala de Consejo, sentía acercarse el
momento de abordar su mercado, y eso parecía añadir más brillo a sus
inquisitivos ojos y todavía más electricidad a su nervioso cuerpecillo.
Como en todos los proyectos de
investigación, nuestro principal problema fue el input. Encontramos
dificultades para obtener algunos datos, lo mismo que para estimar otros. Lo
primero lo solucionamos a través de otro despacho, de amigos míos, que tenía
acceso a ciertas listas top secret de
marketing a muy alto nivel (ahí me enteré de que el junior de tal ministro era
el principal consumidor nacional de películas pornográficas infantiles, de que
la esposa del director de la Casa de Moneda tenía desde siempre el monopolio de
la distribución de antigüedades orientales de contrabando, de que…) La cuestión
de las estimaciones la resolvimos mediante un ingeniosos sistema de hipótesis
cruzadas que nos garantizaban una distribución pareja de los posibles márgenes
de error, y cuya idea básica, tengo que aceptarlo, fue del inefable doctor
Otálora.
El doce de octubre sonó el
teléfono de mi casa. Eran el doctor y las tres de la mañana.
¡Ha comenzado la impresión!, me
anunció con voz de despertador electrónico.
Desde un principio, el argentino,
que había terminado por convertirse en un ramillete de nervios en flor,
advirtió a los operadores que deseaba estar presente cuando se iniciara la
impresión del Quién es Quién. Y yo, en un momento de fatal descuido, había
accedido a acompañarlo en ese parto que, como era de esperarse, se presentaba
inoportunamente.
Me vestí mal y salí incubando
odio en mi corazón. Belfast comenzó a alborotarse de inmediato y yo imaginé que
el cielo arriba era aliento de cirrótico con la boca cerrada.
Fueron cuatro horas de mortal
aburrimiento para mí, y de frenético alborozo para el doctor Otálora, que
observaba, leía, verificaba en su calculadora de bolsillo, y volvía a repasar,
revisar, comparar, y a medida que la impresión del directorio avanzaba por el
abecedario, se iba serenando paulatinamente. Al detenerse la impresora en “Zurbarán
Mendoza Arturo” (Director de Finanzas de Industria COREREPE) don Jacinto
Otálora era otro hombre. Podría pasar por un apacible monje cartujo. Temí por
un momento que se hubiera desequilibrado, y me pareció prudente recordarle que
con ese directorio su tarea apenas comenzaba.
-No se preocupe- me contestó
pronunciando con suavidad cada palabra-. Lo sé bien. Pero de aquí en adelante
todo será canto y miel.
A esas horas, el ahora tranquilo
pero no menos obstinado doctor Otálora insistió en que celebráramos el
nacimiento con un desayuno de champaña (lo que permitió a Belfast torturarme
toda la semana siguiente). Después me extendió dos cheques: uno por los
honorarios convenidos y otro como propina ara los analistas, programadores y
operadores que habían intervenido en el proyecto. Luego se despidió ceremoniosamente
y desapareció.
Desde entonces no lo he vuelto a
ver. Supe que lo habían nombrado asesor especial de la Secretaría de Obras
Públicas. Y últimamente se ha desatado un curioso rumor: se dice que el
Gobierno Federal está estudiando el proyecto de crear una nueva ciudad capital
en algún sitio ahora deshabitado. El rumor ha tenido un impacto formidable en
el mundo de los negocios. Remember
Brasilia, se dicen los contratistas, que viven en una dulce zozobra previendo
el enorme volumen de construcción, mientras que los especuladores en bienes
raíces ofrecen suculentas recompensas a
quien sepa decirles el sitio exacto
elegido, y los financieros arriesgan conjeturas sobre las repercusiones de tal
medida en la deuda externa y en la bolsa
de valores. Hay muchos que se alegran porque, dicen, así dejaríamos de comprar
tantas armas a Israel con el dinero del petróleo. Pero a mí la posibilidad de
una nueva capital me fastidia porque
esta monstruosa ciudad sería abandonada a su suerte y ya nunca vería instalado
mi grandioso sistema de extractores para
purificar el aire infecto que nos ahoga y que es, esta mañana, como aliento de
cirrótico anciano.
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